Por Ángel Verdugo
Una de las ventajas que tenían algunos países
—allá por los años 70 del siglo pasado—, que se habían convertido en el destino preferido de un alto porcentaje de la inversión extranjera directa de las grandes economías de ese entonces, era la falta de competidores serios que les podrían disputar ser favorecidos por aquéllas.
Sin embargo, a medida que un nuevo modelo de desarrollo —economía abierta e incorporada a la globalidad junto con un gobierno democrático— fue popularizándose, aquella situación —casi de privilegio— empezó a cambiar de manera radical y aceleradamente.
Ya para los años 90, ningún país podía asegurar que era el mejor destino para la inversión extranjera directa porque, decenas de países le disputaban de tú a tú esa cualidad. En consecuencia, los requisitos no escritos —tampoco plasmados en alguna ley— que debía satisfacer el país que quisiere recibir inversión extranjera directa e incluso la que se califica como de portafolio eran cada vez más, más precisos y también de índole más diversa.
Ya no era contar únicamente con recursos naturales y suficiente mano de obra dispuesta a trabajar, de acuerdo con métodos y procesos que exigían disciplina y un entrenamiento permanente y tampoco con la infraestructura de apoyo. Los requisitos incluyeron aspectos como una cultura de la legalidad, seguridad y, al menos en el trato que se les brindaba a las empresas que venían a invertir, cero corrupción y exacciones diversas por parte de la burocracia.
Lo anterior obligó, de manera inadvertida, un cambio significativo por parte de la clase política —gobernantes, funcionarios y legisladores— que, en pocas palabras podríamos resumir así: seguridad de la permanencia de las reglas de juego, y no cambiar las leyes a contentillo del poderoso en turno.
En pocas palabras, una vez que los primeros y más fáciles requisitos fueron satisfechos —prácticamente en todo el planeta—, los inversionistas extranjeros y los locales exigían ahora reglas claras y su permanencia; dicho de otra manera, certidumbre y garantías para sus inversiones.
Hoy pues, no hay país alguno que pueda presumir de ser el mejor porque, hay decenas de países que satisfacen el requisito que el inversionista exija para invertir en aquél. Nadie puede pues, declarase monopolizador de la inversión extranjera directa.
En consecuencia, cuidar el prestigio ganado a lo largo de decenios como destino seguro de la inversión extranjera es, además de una obligación y prioridad, seguir contando con ese activo. La imagen —de ser confiable como destino de inversión— exige, y exige mucho al país que ha logrado —a costa de cambios profundos y grandes sacrificios de toda índole—, cuidar ese activo.
Éste se concreta a lo largo de decenios, pero en un tiempo cortísimo podría perderse. De ahí que la responsabilidad del gobernante y sus funcionarios y de los legisladores, es fundamental; de ahí que la mesura y la prudencia, lejos ambas de los excesos verbales y las posturas demagógicas y radicales, sea la regla de oro para todos ellos.
Hoy, ¿piensa usted que López y cercanos —Padierna, Taibo II y Fernández entre otros—, se comportan de acuerdo con lo arriba señalado? ¿Piensa que Jiménez, con sus excesos verbales contribuye a generar confianza entre los inversionistas, locales y extranjeros?
¿Y qué dice López ante la conducta de esos cuatro? ¿Nada? Hay silencios que gritan, mucho, y no para bien; su silencio pues, los autoriza y fortalece.Información Excelsior.com.mx