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Abróchense los cinturones

Por Víctor Beltri

No hace falta ser pesimista, sino tan sólo estar dispuesto a ver más allá del palmo que se muestra en la función matutina, aquella que es apta para todo público. La realidad es —mucho— más dramática: el cielo mundial se encapota, y las corrientes regionales se arremolinan, a pesar de la voluntad —y los gritos— de quien sostiene, en sus manos, el timón del navío. El timón presidencial. “Vamos bien, muy bien”, afirma quien comanda la embarcación. “Requetebién”, requeterepite el capitán de la nave, mientras cierra los ojos y continúa arengando a la tripulación, inexperta, que repite —abovinada— las consignas que se le instruyen sin entender el peligro que se aproxima. Un peligro inminente y voraz —como el relatado por Poe, en su Maelström—, cuya fuerza es capaz de arrastrar, a su sima, a cualquier embarcación —sin importar el tamaño.

Una vorágine para la que no están —estamos— preparados, y que justo se está formando ahora, no sólo tras el desenlace fallido de un proceso judicial —que la oposición estadunidense no supo armar en contra de su propio presidente— sino, sobre todo, de frente al State of the Union que el mismo Donald J. Trump habrá de pronunciar, el día de mañana, ante los mismos legisladores que hace apenas unos días trataban de defenestrarle, en el mismo foro. Un discurso cuyo objetivo, en tono reivindicativo, sería el de clamar justicia ante un procedimiento que —tras el presumible acquittal, esperado en unos días— será señalado como injusto de origen. Un discurso cuyo tono se elevará, sin duda, y pondrá en la palestra los temas que incomodan a la administración actual, como lo son no sólo las consecuencias electorales de un muro que se derrumba tras un ventarrón, o quienes aspiran a un cargo de elección popular —eclesiástico o civil— en su propia delimitación. ¿Quién puede seguir creyendo en Trump?

Muy pocos. Tantos como el virus que se está descubriendo; tantos como los demócratas —y republicanos— que prefieren seguir confiando en sus complejos, antes de darse cuenta de lo que ocurre en las escuelas de sus estados. Lo que ocurre en el Reino Unido no es muy distinto de lo que ocurre en EU. No, no lo es. La lealtad ante todo: lo que se informa aquí es muy diferente de lo que se informa en EU, con la ventaja —momentánea, y para algunos— de que lo presentado aquí puede cambiar, una vez sujeto a la crítica de la ciudadanía. O de los elementos, como en el caso de la barda fronteriza que cayó víctima del viento, o de la hija del mayor narcotraficante de la historia, quien decidió que sus esponsales se celebrarían en el mejor escenario —disponible— de la ciudad.

Una ciudad que no merecía más sorpresas, sino mayores certidumbres, tras lo ocurrido hace unos meses. Una ciudad —un país— limitada por su origen, cuyos migrantes tratan de llegar —por miles— a través de una frontera segura, en la que están desplegados los mejores elementos de la guardia fronteriza. Una ciudad sin mayor rumbo que aquél determinado por los grupos de seguridad, presuntamente subcontratados, que cubren los linderos del Usumacinta. Unos desarrapados.

Unos desarrapados que, sin duda, tendrían que mover la consciencia de nuestro país. Mexicanos que se enfermarán con la alerta sanitaria y que narrarán su devenir en las siguientes páginas de nuestros diarios. Unas víctimas de un delito que, en las siguientes generaciones, tardará tiempo en entenderse. Unos desarrapados que, en unos años, serán los depositarios del poder. A los que, sin duda, el Presidente actual no sabría cómo dirigirse. Unos millennials que no lo identifican, unos baby boomers que se sienten ajenos, una Generación X ausente. Unos advenedizos que no saben qué hacer con las banquetas, unas personas que —mejor— deberían de permanecer calladas en vez de enfrentarse al sistema. Un sistema que se podría resolver sin tanta connivencia social; un sistema que no tendría problemas si cada ciudadano decidiera bajarse, de su propio ladrillo, sin acusaciones de quien le sucediera.

Sin acusaciones, y sin memes: sin nada más allá de la expresión de una ciudadanía que está harta de seguir sufriendo, pero que está dispuesta a seguir abrochándose los cinturones. El mundo cruel avanza, con un anciano cabalgando: díganle que sí y, mejor que seguir cabalgando, abróchense los cinturones. No hace falta ser pesimista, sino tan sólo estar dispuesto a ver más allá del palmo que se muestra en la función de las mañaneras. Vamos bien —muy bien— dicen algunos. Vamos a considerarlo, dicen otros. “Vamos a Tabasco a descansar”, dice el Peje. Vamos a ver, siguen diciendo mientras prosigue la demolición de las instituciones. Vamos a ver, mientras el mundo cruel repite sus historias con un anciano cabalgando. No hace falta ser pesimista, nos repetimos. No hace falta, seguro: mientras tanto, repito, abróchense los cinturones.Información Excelsior.com.mx

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