Por Ángel Verdugo
Uno de los actores siempre presentes en la actividad política, más que la mentira —y la inclinación del político a recurrir a ella, lo necesite o no—, es la realidad; si bien en ciertas ocasiones parece dar tregua, en modo alguno es permanente y siempre dura menos de lo deseable.
La realidad es, entre muchas otras cosas, inoportuna; cuando el político menos lo espera y más daño podría causarle, aquélla suele aparecerse mostrando toda su crudeza. Además de prescindir de todo afeite y maquillaje, llega para desnudar al mentiroso y ponerlo en su lugar. En consecuencia, la realidad es esquivada prácticamente por todo político y también, por muchos que se dedican a actividades que, las más de las veces, nada tienen que ver con la política.
A pesar de la presencia inevitable de aquélla, abierta o encubierta, los políticos insisten en negarla o cuando menos, hacerla a un lado para vender baratijas en forma de promesas incumplibles y ocurrencias y fantasías las cuales, por desgracia para ellos mismos, las más de las veces los electores perjudicados terminan por validarlas a la espera ilusoria de que el mentiroso las concrete.
¿A qué se debe la inclinación —que a veces raya en la insania— de no pocos políticos al insistir —sin tomar en cuenta la exhibida que la irrespetuosa realidad les propina—, en no tomarla en cuenta en su discurso? ¿Qué explica que hagan como que la Virgen les habla, cuando la realidad frente a sus ojos exhibe, sin la menor misericordia sus burdas mentiras?
La realidad pues, a querer y no, es la compañera permanente e inseparable del político con quien comparte, por más que se oponga, su más profunda y escondida intimidad; la realidad sabe todo sin limitación y sin eufemismo alguno. Es tan confianzuda con el político, que al él se dirige en los términos más crudos y directos; todo formulismo y lenguaje comedido es dejado de lado para hablarse, entre ellos, como suele decirse coloquialmente: A calzón quitado.
Luego entonces, de aceptar usted aceptare como válidas las afirmaciones anteriores, ¿qué sentido tendría para un político mentir y querer engañar a unos y a otros, a sabiendas que las más de las veces —por no decir todas—, terminará por ser exhibido como consecuencia de la acción implacable y sin la menor consideración por la realidad?
¿Encuentra entonces lógico mentir, a sabiendas de que la realidad termina por hacerse presente, así fuere de manera burda o refinada? Repito aquí la pregunta que hice antes: ¿A qué se debe la disposición del político a mentir y lo peor, a aferrarse a su mentira por encima de la evidencia que la realidad aporta?
Hoy, la realidad está prácticamente al alcance de todos; los avances científicos y tecnológicos que se han traducido en una gran facilidad para que prácticamente cualquier persona —mediante un teléfono inteligente o una tableta, no se diga ya una computadora—, tenga acceso a cualquier dato; dichos avances facilitan desnudar hoy, a cualquier político mentiroso e ignorante.
¿A qué viene lo anterior, preguntará usted? Simple y sencillamente a lo que vemos y padecemos en México desde el 1 de julio del año 2018. Si bien el uso de la mentira y la intención de esquivar la realidad no comenzaron en México a partir de esa fecha, sí la manera burda, ofensiva y cínica, casi digna de locura.
Por encima del uso de la mentira frente a la verdad irrefutable de las cifras y la cruda realidad, lo que se ve del que así gobierna es, no únicamente una perversidad sino el pase seguro a la debacle. Quien se dedica a mentir sistemáticamente por perversidad y/o ignorancia, no borra la realidad; menos la transforma, y sí agrava sus efectos negativos. A esta visión, digna de un enfermo mental, los paniaguados de su gabinete le agregan una ideologización extrema la cual, al rayar en la pérdida total de cordura, contribuye a formar una tormenta perfecta.
Fácil es para los ignorantes achacar a un fantasma, ser la causa de todo mal; aquellos, ignorantes de la transformación de los últimos 60 o 70 años, lo llaman despectivamente neoliberalismo. Con esa visión pedestre para explicarse el mundo y su transformación de los últimos seis o siete decenios, el desenlace obligado es la debacle.
¿Qué hacer? Desenmascarar a los charlatanes que buscan la explicación ideológica, en vez de estudiar los problemas objetivamente; lo demás vendría por añadidura.Información Excelsior.com.mx