Por Víctor Beltri
La política no es razón, sino emociones: las emociones, sin embargo, sólo pueden provocarse utilizando la razón. El panorama político del país ha cambiado, y la militarización de la Guardia Nacional se ha consumado —en unos cuantos días— mientras que la oposición se sigue revolviendo, confusa, sin poder creer en la traición de quien creían uno de los suyos.
Una traición que no era sino una cuestión de tiempo. La alianza opositora sirvió para los fines que fue creada mientras se mantuvo, pero resultaría ingenuo pensar que el mismo aparato sería suficiente para ganar -sin cambio alguno- la elección del 2024. El experimento de la unidad entre enemigos históricos ha logrado, sin duda, triunfos importantes en lo electoral, pero es imposible olvidar que la mera existencia de los membretes partidistas responde a ciudadanos con visiones distintas del país, de su problemática y sus soluciones.
La alianza opositora fue capaz de poner un dique temporal a un enemigo en común, pero no ha sido capaz de integrar un proyecto de nación que incluya al país entero: en este sentido, la alianza con el PRI no se estableció por la calidad moral de sus dirigentes, o la claridad de sus ideas, sino por la estructura del partido y la base electoral con la que contaba. En política no hay sorpresas, sino sorprendidos, y hoy —más que nunca— es preciso recordar que fueron los propios partidos de oposición quienes decidieron creer en el partido al que antes se enfrentaron, y que fue quien -a final de cuentas- le entregó el poder, bajo un presunto pacto, al actual presidente de México. En qué consistiría ese pacto, qué alcances tendría, y quiénes serían los involucrados, es algo que muy probablemente jamás conoceremos a detalle, aunque por los hechos ya podamos intuirlo.
La alianza opositora ha perecido, y tal vez sea lo mejor en este momento, cuando las definiciones se están tomando de cara a los comicios en el Estado de México y Coahuila. El rompimiento de la alianza podrá ser algo positivo, en tanto dicha alianza fue formada por los motivos equivocados: la razón de ser de quienes se proponen formar un gobierno no puede ser —tan sólo— la negación de quienes tienen una visión distinta a la propia. Sobre todo si se trata de 30 millones de personas que expresaron, en 2018, su hartazgo en las urnas: tras la ‘alfabetización política’ que tanto presume el presidente, difícilmente podríamos volver a lo de antes.
La sacudida es necesaria, no sólo para que la ciudadanía despierte —y les exija más a los partidos— sino para que nos replanteemos, en conjunto, no sólo el México que queremos en el futuro, sino el que estamos viviendo en el presente, por decisión propia. La oposición parece estar más preocupada profundizando la división entre los bandos, y sacando cuentas sobre posibles alianzas para ver cómo les alcanzaría para algo, que por entender lo que pasó en 2018 y recuperar los votos que se fueron a Morena: los partidos, simplemente, parecen haber renunciado a ellos.
El gobierno de coalición planteado por la oposición es un absurdo, bajo estos supuestos: sería imposible pensar un gobierno de coalición para el futuro sin tomar en cuenta también a los partidarios del presidente, incluso a los más recalcitrantes. Lo que la oposición está planteando no es un gobierno de coalición, sino una reunión de aliados preparándose al asalto final para recuperar el poder: sin un proyecto que nos incluya a todos, que nos emocione en un proyecto conjunto, será imposible que triunfen. Las emociones, hay que recordarlo, sólo pueden provocarse utilizando la razón.
El país ya cambió, aunque no nos hayamos dado cuenta. Andrés Manuel se irá a La Chingada en un par de años, pero sus seguidores —y las causas que le llevaron al poder— continuarán estando aquí, entre nosotros, en nuestros trabajos y nuestras familias: sería absurdo resignarnos, desde ahora, a seguir viviendo en un país dividido. Y eso es, precisamente, lo que está ofreciendo la oposición.
Información Excelsior.com.mx