Por Pascal Beltrál del Rio
Hoy, 30 de noviembre, se acaba un sexenio, el décimo cuarto en forma consecutiva que concluye completo.
Pero más que eso, termina una época: la de la partidocracia.
Podemos decir que ésta tiene sus antecedentes en 1988, cuando la cuestionada elección presidencial de ese año obligó al PRI –hasta entonces hegemónico– a negociar espacios de poder con la oposición.
El entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, tomó por interlocutor al PAN. Aspiraba a que México tuviese un sistema bipartidista, como el estadunidense. Eso resolvía dos cosas para él: compartir el poder con un solo partido y dejar fuera a la oposición de izquierda, que –gracias a una escisión del propio PRI, en 1987– le había peleado con fiereza la elección.
Salinas no regalaría nada al PAN, sólo le reconocería algunos triunfos. Comenzó con la gubernatura de Baja California, la primera que el partido tricolor cedía desde su creación.
En la elección intermedia de 1991, Salinas y el PRI se concentraron en ganar una clara mayoría en la Cámara de Diputados para poder sacar adelante las reformas económicas que estaban pendientes sin tener que negociar con otro partido.
Lo lograron, pero se les pasó la mano. La operación electoral venció al PAN en dos contiendas donde tenía una gran fuerza: las gubernaturas de Guanajuato y San Luis Potosí. Esas, Salinas no quiso soltarlas fácilmente. Le molestaban la candidatura de Vicente Fox en Guanajuato –quien, como diputado federal, se había mofado de él– y el hecho de que en el otro estado el PAN fuese aliado con la izquierda.
Presionado, Salinas mantuvo su apertura hacia el PAN permitiendo que un panista, Carlos Medina Plascencia, llegase como gobernador interino en Guanajuato y que, al año siguiente, el panista Francisco Barrio ganara la gubernatura de Chihuahua, luego del fraude que le habían hecho seis años antes.
En el siguiente sexenio, el modelo bipartidista no subsistió. El presidente Ernesto Zedillo abrió el juego a las dos principales fuerzas de oposición, el PAN y el PRD, con las que el PRI negoció una reforma política de fondo, que ciudadanizó el órgano electoral y permitió la elección de un jefe de Gobierno en la Ciudad de México, las dos principales demandas de los democratizadores.
A partir de ahí, el poder se compartió entre los tres partidos. El año de 1997 fue clave en la creación de la partidocracia. El PRI dejó ir la mayoría en la Cámara de Diputados y la Jefatura de Gobierno capitalina. También comenzó a perder gubernaturas de forma acelerada.
¿Qué significaron estos cambios? La ampliación del club de la política que hasta entonces había sido para un solo partido. Otras fuerzas fueron admitidas, comenzando por el PAN y el PRD. El PRI se dio cuenta de que si quería sobrevivir, tenían que repartirse los cargos de elección popular entre más jugadores.
Pero en el PRI no todos estaban de acuerdo. Y quienes deseaban mantener cierto dominio pusieron obstáculos al Presidente. De entrada, le impidieron que pudiese nombrar a su sucesor, como habían hecho los mandatarios antes de él.
Eso llevó a Zedillo a sacar las manos del proceso sucesorio de 2000 y abrió la puerta al triunfo del panista Vicente Fox. Esa vez, el PRI también perdió la mayoría en el Senado.
Con eso, el reparto de poder fue completo. La vieja oposición podía aspirar al máximo cargo del país y, obvio, a todos los demás. El PRI se atrincheró en los estados, donde los gobernadores adquirieron un gran poder ante la ausencia de un jefe, como había sido por décadas el Presidente de la República.
Los nuevos miembros del club de la política –la partidocracia– comenzaron a adoptar las formas de los miembros fundadores. Pasaron pocos años para que fuese difícil distinguir entre priistas, panistas y perredistas. Los modos de ejercer el poder se empataron, igual que las mañas.
El viejo sistema de partido de Estado había muerto y la partidocracia reinaba. Los políticos adheridos al nuevo modelo adoptaron una consigna: no denunciar los malos manejos de otros miembros del club para, a su vez, no ser exhibidos por éstos.
En sus primeros años, la partidocracia tuvo el acierto de crear instituciones autónomas, pero fueron rápidamente copadas por los insaciables miembros del club.
Como no había quien revisara cabalmente las cuentas, la corrupción se desató. Los que incurrieron de forma más descarada en ella fueron los poderosos gobernadores… hasta que fue imposible taparla.
Así terminó la partidocracia, herida de muerte por su propia ambición.
En unas horas empieza una nueva etapa. El 1 de julio pasado, el electorado entregó la mayoría del poder a un solo partido, uno que aparece como nuevo, aunque se haya beneficiado de las reglas de la partidocracia sobre el financiamiento público de sus actividades. Su líder tuvo el acierto de salirse a tiempo del club y denunciarlo desde fuera. Mañana será Presidente. Información Excelsior.com.mx