Por Víctor Beltri
El Presidente quería su fiesta, y la organizó a lo grande. Tal y como a él le gusta, con soldados vestidos de mariachi, niños cantores provenientes de lugares recónditos y —sobre todo— un Zócalo lleno de gente dispuesta a vitorearlo. Tortas y refrescos, banderas y consignas, mamparas promoviendo una inexistente consulta de ratificación de mandato. Esta vez, sin embargo, fue un poco más lejos.
El Zócalo lucía abarrotado, ya fuera por la gente que acudió voluntariamente, o por los cientos de autobuses que acarrearon a las fuerzas vivas desde otras entidades de la República, como quedó registrado en diversos medios y redes sociales. El Presidente lucía pletórico y, a pesar de que su discurso estuvo plagado de los lugares comunes, verdades a medias y las mentiras descaradas que incluye, de manera cotidiana, en sus conferencias mañaneras, el evento fue todo un éxito para un mandatario cuya popularidad no desciende.
“Amor con amor se paga”, había advertido unos días antes de la celebración, no sin antes recordarle a la gente quién es el que reparte las croquetas. “Les adelanto de que en la mitad de los hogares del país, cuando menos llega un programa de bienestar. En la mitad de todos los hogares, de todas las casas de México. Y en el caso de la gente más humilde, de la gente más pobre, de las comunidades indígenas, allí, de cada 10 casas, en 9 ya están recibiendo apoyos. Programas del bienestar. Y pronto será en las 10 casas, en el 100 por ciento”.
Populismo, demagogia, dispendio: llámese como quiera. Cualquiera que sepa un poco de economía podría entender que el país marcha con rumbo a la catástrofe; cualquiera que sepa un poco de política entenderá que la gente estará dispuesta a creer cualquier cosa con tal de tener un poco más de dinero en el bolsillo: más aún, si se supone que ese dinero se le está quitando a los ricos para dárselo a los pobres.
El Presidente reparte dinero, mientras que la oposición no reparte más que críticas y advertencias sobre un futuro que, de cualquier manera, siempre ha sido incierto para la población en general: cualquiera que sepa un poco de historia reciente advertiría las similitudes entre lo que sucede en nuestro país y lo que ha pasado en otras naciones latinoamericanas cuyas democracias han caído bajo el yugo del socialismo del siglo XXI.
El Presidente quería su fiesta y la organizó a lo grande, recibiendo —además— a cerca de doscientos representantes de la izquierda, latinoamericana y europea, en el séptimo encuentro del Grupo de Puebla, celebrado en nuestro país en días pasados y en concurrencia con el aniversario presidencial. La izquierda latinoamericana está más organizada que nunca, y ha planeado su arribo al poder —de manera puntual y estratégica— desde la época del Foro de Sao Paulo, bajo la guía de Fidel Castro y Lula da Silva. Los triunfos se sucedieron, aunque los malos resultados —y las nuevas circunstancias— hicieron que los polos de poder se desplazaran hacia el norte, con lo que fue necesario replantear la estrategia. El resultado del proceso culminó hace unos años en el Grupo de Puebla, más articulado y con mayores recursos a su disposición.
En México se recibe a Maduro como estadista, se le da refugio a Evo Morales, se auspician las reuniones en las que se planea el desembarco de la izquierda populista en otros países. En su momento, el petróleo venezolano —como también ocurrió con el litio boliviano— financió a los “movimientos progresistas” de la región. ¿Quién sostendrá, ahora, a la izquierda latinoamericana? ¿Qué mandatario podría utilizar los recursos de su país, a su antojo y sin transparencia alguna, por meras razones de “seguridad nacional”?
“Queremos extender un saludo al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que representa un camino claro para avanzar desde el progresismo en el bienestar de la gente y en la profundización de la democracia”, se asienta en la declaración del Grupo de Puebla. “Amor con amor se paga”, no cabe duda. Información Excelsior.com.mx