Por Víctor Beltri
Los silencios son aterradores. El anuncio de la semana pasada, sobre el hallazgo de un importante yacimiento cerca de Cosamaloapan, y la puesta a punto de una planta de coque en la refinería Miguel Hidalgo, en Tula, a unos meses de las elecciones, es un cambio de paradigma para cualquiera que resulte triunfador en la contienda: la próxima administración podría iniciar en condiciones de prosperidad insospechadas.
Una —posible— prosperidad que, sin duda, tendría que alterar la plataforma de quienes hoy aspiran a la titularidad del Ejecutivo, representen a algún partido o sean candidatos independientes. Caben las dudas, cabe el optimismo, caben los planes. Caben las reacciones pero, sobre todo, cabe el interés: lo que no cabe es el silencio aterrador de quienes no tienen una respuesta ante lo que —necesariamente— les habría de beneficiar. La política mexicana se basa en la destrucción del oponente, que no en la construcción de una patria conjunta.
Los silencios son aterradores, sobre todo cuando la única voz que sobresale está cargada de estulticia. Ninguno de quienes aspiran a la Presidencia se ha pronunciado sobre el descubrimiento, ha dicho lo que hará con los recursos con los que no contaba para su administración o —ni siquiera— ha cuestionado su veracidad o, al menos, solicitado más información. Es incomprensible: ni siquiera López Obrador —que ha hecho de la crítica a la Reforma Energética uno de los pilares de la etapa más reciente de su sempiterna campaña— aprovechó la oportunidad para explicar cómo sus nuevas refinerías explotarían los nuevos descubrimientos, de una manera más efectiva que la planteada por sus adversarios o por la administración actual.
La tenía, y la dejó ir. O tal vez nunca la tuvo, y por eso se ha refugiado de nuevo en la narrativa del avión presidencial que lleva explotando desde que inició su proceso de compra en 2012: en poco habría cambiado el país si la venta se hubiera cancelado —o el avión hubiera sido vendido— hace cinco, cuatro o tres años. Mucho habría cambiado, sin embargo, si Andrés Manuel se hubiera involucrado de verdad en los problemas nacionales, como en su momento lo han hecho los verdaderos luchadores sociales —los zapatistas, los Mireles, los Sicilias— de los que se ha tratado de aprovechar y que, en su momento, lo han desdeñado por su falta de incongruencia. México necesita de quien aporte soluciones a los problemas reales, y no a quien presuma de meditar en ellos mientras se rodea de corruptos; México necesita de quien entienda las nuevas oportunidades —aunque las hayan descubierto sus adversarios— y sea capaz de aprovecharlas en beneficio de todos: es realmente absurdo que ante lo que podría ser el cambio de paradigma en su administración, López Obrador prefiera hablar sobre las virtudes del viaje en avioneta, o sobre cómo va a poner internet para todos. Eso qué. Eso es absurdo, pero refleja una realidad inexorable: el único país que Andrés Manuel entiende es el que teníamos hace diez años, mientras que sigue anhelando el que teníamos hace treinta.
No responde porque no entiende. Y no entiende porque no está dispuesto a dialogar, y no dialoga porque ha construido una estructura que no ha hecho sino institucionalizar “lo que diga su dedito”. Un dedito que refleja un juicio torcido que no asume culpas, que se equivoca y termina deslindando responsabilidades entre quienes lo han rodeado —lo rodean— y confían en él. Quienes han terminado en presidio, quienes fueron sus recaudadoras, quienes han tenido que ceder en las encuestas y terminar en el exilio. À l’exil.
Los silencios son aterradores. Más, cuando tenemos un país dividido que necesita creer en un futuro posible. Más, cuando tenemos un vecino —y aliado— que se resquebraja. Más, cuando quienes tendrían que estar planteando soluciones no hacen sino pensar en los obstáculos que habrán de poner a los demás para llegar al poder. Más, cuando el único que se pronuncia sale con una batea de babas que el pueblo bueno le aplaude —y retuitea— sin pensar. Información Excelsior.com.mx