Por Jorge Fernández Menéndez
Felipe Calderón se ha convertido en el enemigo recurrente que enarbola el presidente López Obrador en las conferencias mañaneras y eso lo repiten sus corifeos sin sutilezas. La huella de la derrota del 2006 no se borra del corazón presidencial. Sigue argumentando que le robaron una elección en la que todos los datos muestran no sólo que, efectivamente, perdió, sino que perdió en buena medida por sus propios errores, de la misma manera que los errores de sus adversarios en el 2018 no sólo le dieron la victoria, sino una holgura en la misma que ni en su propio equipo esperaban.
Aunque fuera sólo por eso, es interesante, importante, leer el libro del expresidente Calderón, Decisiones difíciles, que acaba de ser publicado por Debate. Las memorias de nuestros políticos (en realidad las de casi todos, dentro y fuera de México) deben ser analizadas con la distancia que implica la valoración de situaciones, personajes y políticas públicas que son parte de la historia, pero, en la mayoría de las ocasiones, de la más cercana cotidianidad. Pero, incluso así, siempre es válido e interesante leer por qué un político, un presidente en este caso, tomó o dejó de tomar ciertas decisiones.
Me parece una tontería, para decirlo suavemente, que se insista en que un presidente, al dejar su cargo, se debe refugiar en el ostracismo y abandonar la vida pública. Tenía su lógica en los largos años de la sucesión presidencial, cuando un mandatario, que había tenido casi plenos poderes, designaba a su sucesor y, a partir de allí, debía retirarse para no entorpecer su accionar ni sus decisiones. Fue la lógica que le dio estabilidad al sistema político mexicano, desde Cárdenas hasta Carlos Salinas. Desde 1994 eso se acabó.
Lo cierto es que en el libro de Calderón su explicación de la estrategia de seguridad seguida en su sexenio es particularmente importante de analizar. Reconozco que coincido y coincidí con esa estrategia en particular. El tema central es que resulta imposible recuperar la seguridad pública sin un modelo policial que incluya a todos los estados y municipios del país y sin una fuerza policial federal que norme el accionar de todas esas otras instancias.
Eso nunca se pudo lograr, salvo en casos muy específicos, que cuenta bien Calderón cómo se lograron, en Ciudad Juárez, Monterrey (todo Nuevo León en realidad) y Tijuana, entre otros pocos lugares, con políticas que llegaron a reducir el 85% de los delitos en esos centros neurálgicos de la violencia. Si no se pudo avanzar en ese modelo es porque no hubo apoyo de la mayoría de los gobernadores y legisladores hacia un modelo que no les quitaba poder, sino que les quitaba la discrecionalidad con la que se podía ejercer el mismo.
Pero fueron esos mismos gobernadores y legisladores los que reclamaron, desde un inicio y durante toda la administración de Calderón, la presencia de fuerzas federales y, sobre todo, militares en los operativos que se realizaron en distintos estados. Lo que sucedía (y sucede hasta hoy) es que, al retirarse las fuerzas federales en los casos en que no existía una fuerza de seguridad local fuerte y honesta, simplemente los grupos criminales volvían a su terreno y profundizaban la expoliación de la sociedad. Por eso, incluso hoy, como en aquellos años, la gente sigue apoyando la participación militar en tareas de seguridad.
La violencia comenzó antes de Calderón, en 2004 ya estaba desatada, y no fue ejercida por el Estado, sino por los grupos criminales que, del narcotráfico, pasaron al narcomenudeo y, desde allí, avanzaron al secuestro, el robo, la extorsión. Pasaron del control de rutas al control de territorios e impusieron la violencia cotidiana que, desde que concluyó la administración Calderón, se han incrementado en forma constante hasta el día de hoy. Y tiene razón Calderón en señalar que la única forma de atacar esa lógica criminal es creando instituciones locales y civiles de seguridad, atacando las expresiones cotidianas de criminalidad con las fuerzas existentes, incluyendo las militares, y transformando el andamiaje institucional y político que termina sosteniendo la inseguridad.
Claro que es un camino controvertido y poblado de grises. Pero precisamente por eso debe ser discutido, debatido y analizado más allá de la repetición de eslóganes y descalificaciones que abonan a la propaganda, pero no a cambiar la realidad.
Han criticado que Calderón no se deslinde, en el libro, de García Luna. El hecho es que su exsecretario de seguridad pública está detenido en Estados Unidos, en un proceso que ni siquiera ha comenzado formalmente y con base en acusaciones, por lo menos, extrañas, tanto que en México ni la Fiscalía General ni la Unidad de Inteligencia Financiera tienen investigaciones previas a 2012, cuando concluyó su labor pública. Y tampoco las tenía Estados Unidos ni las agencias que trabajaban con García Luna hasta diciembre pasado. El de García Luna está lejos, aún, de ser cosa juzgada. Información Excelsior.com.mx