Por Jorge Fernández Menéndez
A un año de la injusta e ilegítima detención del general Salvador Cienfuegos en Los Ángeles, la justicia estadunidense y la agencia que estuvo detrás de su detención le deben al exsecretario de la Defensa Nacional un desagravio público y su completa exoneración legal en aquel país.
Cuando un mes después de su detención el Departamento de Justicia de Estados Unidos informó en un comunicado que, en el afán “de cooperación” que existía en la lucha contra el crimen organizado con México, había pedido a la juez que llevaba el caso en la corte de Nueva York levantar todas las acusaciones sobre Cienfuegos para que fuera juzgado en México, no se cerró completamente esa página. Tampoco cuando la Fiscalía General de la República exoneró por completo a Cienfuegos, luego de que la DEA enviara unas grabaciones supuestamente interceptadas entre el secretario de la Defensa y unos narcotraficantes de segundo nivel que simplemente rayaban en lo ridículo.
En estos días del importante y necesario entendimiento binacional y cuando el gobierno estadunidense está reclamando que se autorice el nuevo ingreso de agentes de la DEA a México, lo menos que se podría exigir, como una muestra de investigaciones fallidas, controvertidas y no aceptables contra nuestro país, es que se ofreciera una disculpa al general Cienfuegos, al Ejército mexicano y a México.
El secretario de la Defensa, decíamos en aquellos días, es muy poderoso, pero sus órdenes y sus decisiones se trasmiten por toda una cadena de mando. No se trata de un simple individuo que puede operar con autonomía para, como decía la DEA en su acusación contra Cienfuegos, proteger delincuentes, advertir de operativos, disponer de aviones y barcos para los narcotraficantes y además comunicarse con ellos por celular, sin ninguna medida de seguridad adicional. Eso sencillamente es inverosímil.
Por eso mismo acusar a un secretario de la Defensa de estar involucrado con el narcotráfico es acusar a toda la institución. La DEA quería llevar a juicio al Ejército mexicano, lo quiere hacer desde 1985, cuando se dio el caso Camarena. En el plano personal e institucional, el general Cienfuegos tenía una magnífica relación con sus homólogos estadunidenses: apenas dos años atrás, poco antes de dejar la secretaría, había estado en Washington, fue recibido con honores y condecorado por el propio ejército estadunidense.
En la acusación se hablaba de la supuesta complicidad con un grupo menor y en vías de extinción en el mundo del narcotráfico, los llamados H2, aniquilados, como sus antecesores los Beltrán Leyva, por las propias fuerzas militares que encabezaban Cienfuegos y el almirante Vidal Soberón. Para las fechas en que la DEA dice que Cienfuegos estuvo relacionado con los H2, tanto éstos como los Beltrán Leyva habían sido destruidos. Los H2, un grupo menor que cometió todo tipo de atropellos en Nayarit (apoyados por el exfiscal Édgar Veytia, el verdadero acusador de Cienfuegos para aligerar su pena en Estados Unidos), con alguna presencia en Mazatlán, terminarían su historia con la muerte de su líder en Tepic, en 2017, abatido por fuerzas militares.
Qué sentido tendría, nos preguntábamos un día después de la detención del general, que un militar que ocupa el más alto rango de la fuerza, a dos años de su retiro, luego de medio siglo de carrera, con prestigio dentro y fuera de la institución militar, con magníficas relaciones en México y en Estados Unidos, hubiera decidido proteger a un cártel de tercer nivel a punto de su destrucción. Menos aún que haya hecho, en apenas año y medio, “miles de comunicaciones” con sus supuestos cómplices por una BlackBerry sin encriptar. Y no hablemos de los supuestos sobornos que no aparecen en sus cuentas por ningún lado.
Hemos dicho muchas veces que durante la administración Trump, en medio de la profunda desorganización que existió en ese gobierno (léase, unas veces más, el libro Furia, de Bob Woodward, sobre todo el último año de Trump), muchas agencias operaron por su cuenta y sin control. Lo que se intentó con la detención de Cienfuegos, que venía precedida del juicio contra el Chapo Guzmán y luego por la detención de Genaro García Luna, era un maxiproceso contra los gobiernos mexicanos, de las anteriores administraciones, pero también de la actual, porque con la lógica que se aplicó hubiera sido muy sencillo estirar esas líneas hasta el día de hoy, con temas como el culiacanazo.
La colaboración con la DEA y otras agencias quedó profundamente lastimada por esos hechos y es responsabilidad de los dos gobiernos recuperar la confianza mutua porque la misma se requiere para encarar la lucha contra el crimen organizado. Por eso, por lo inconsistente de la acusación, por la forma en que se realizó la detención, por la forma en que fue ignorado el gobierno mexicano, por el maltrato que le dio la DEA a la familia del general al momento de su detención (más de doce horas encerrados en un cuarto, incomunicados, humillados), se debe exigir el desagravio como un gesto mínimo en la recuperación de las relaciones y la confianza en términos de la colaboración en seguridad. Información Excelsior.com.mx