Por Pascal Beltrán del Río
A raíz de los resultados de la jornada electoral del pasado 4 de junio, se ha intensificado la discusión sobre la conveniencia de que México tenga un sistema de dos vueltas en los comicios presidenciales.
El argumento de quienes opinan que debe tenerlo es digno de atender: es probable que el próximo Presidente de la República sea elegido por un tercio de los votantes o menos. Si a esto agregamos una abstención de 50%, significaría que uno de cada seis ciudadanos empadronados habría votado por el próximo ocupante de Los Pinos.
Sin embargo, también me parece razonable la posición de quienes dicen que México no necesita la segunda vuelta porque las distintas minorías han podido ponerse de acuerdo en temas legislativos torales. Y agregan que la segunda vuelta produce la impresión de la legitimidad, mediante mayorías artificiales, pero no la legitimidad misma.
Luego vienen las posiciones intermedias o pragmáticas: los “sí, pero no” que proponen que haya segunda vuelta, pero hasta 2024, para que la reforma que la genere no tenga dedicatoria.
Después, el sólido dato que ha aportado a la discusión mi compañero Gerardo Galarza: México ya tuvo la experiencia de la segunda vuelta en las elecciones municipales de San Luis Potosí y fue un fracaso por la escasa participación.
Por mi parte, tengo una forma completamente distinta de encarar esta discusión. El problema no está en si debe haber o no una segunda vuelta, sino en el deterioro acelerado de imagen que está sufriendo el mecanismo para elegir autoridades y representantes.
La desconfianza de un número creciente de ciudadanos en los partidos políticos y las instituciones electorales no se cura dejando las cosas como están o instaurando una segunda vuelta.
La legitimidad de los gobernantes no es el problema, sino otro: la legitimidad del sistema.
Estamos a punto de cumplir 20 años de la elección del 6 de julio de 1997, que se puede considerar un momento central en la construcción de la democracia en México.
Ese día, el partido de Estado, que había gobernado el país sin oposición real a nivel federal desde 1929, de pronto se encontró sin mayoría en la Cámara de Diputados y sin el mando político de la capital del país.
El cambio, propiciado por la decisión del electorado, había sido tan drástico e inesperado que casi se da una crisis constitucional por la demora para instalar la nueva Legislatura en la Cámara baja.
Uno no puede decir que durante estas dos décadas no ha habido evidencias de que la voluntad popular se ha respetado. Luego de aquellas elecciones históricas, el PRI comenzó a perder gubernaturas; dejó de tener el control del Senado, y perdió la misma Presidencia de la República, de la que estuvo fuera 12 años.
Vea usted: el PRI gobernaba 100% de la población del país a través de sus gobernadores hasta hace 28 años. ¿Sabe qué porcentaje gobernará cuando tome posesión el nuevo gobierno de Nayarit? Cincuenta y cuatro por ciento.
¿Por qué entonces 77 de cada 100 ciudadanos cree que todos los partidos o la mayoría de ellos incurren en prácticas de compra del voto, según la encuesta de Ipsos levantada el 7 y 8 de junio de 2017?
O, ¿por qué un tercio de los ciudadanos cree que no existe democracia real en el país y casi la mitad de ellos dice que la democracia mexicana es débil, a decir del mismo sondeo?
De tener una enorme credibilidad en el periodo 1997-2003, la confianza en la democracia y sus instituciones se ha derrumbado. Puede haber muchas explicaciones –como una expectativa no cumplida de que la democracia resolvería todos los problemas de la nación–, pero el hecho es evidente.
Esa tendría que ser la principal preocupación de la clase política y los especialistas. La falta de credibilidad en la democracia es un cáncer que corroe el cuerpo social y no se cura con la aspirina de la segunda vuelta. Se necesita una cirugía mayor. Información Excelsior.com.mx