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Como dos gotas de agua

Por María Amparo Casar

Veo con preocupación que la gran transformación se convierte en una gran restauración. El concepto de hiperpresidencialismo mexicano tan de moda hasta la década de los 80 para definir al sistema político mexicano vuelve por sus fueros. Algunos argumentarán que para hacer una gran transformación hace falta poder, mucho poder. Incluso, he llegado a estar en foros académicos en los que se ha afirmado que si se quiere una transformación sin revolución, hace falta “saltarse” la ley y que ello estaría justificado en aras de un régimen que, al final, será más democrático, más justo y menos desigual.

Al llegar al poder, el PAN fue duramente criticado por haberse mimetizado con “los modos” del PRI, es decir, por haber adoptado los usos y costumbres priistas en el ejercicio del poder.

Veo con preocupación que la segunda alternancia, encabezada por López Obrador y su partido, van por el mismo camino, pero con más rapidez, más eficacia y más potencia. También con más descaro y menos obstáculos.

Uno. El uso político de la justicia. En nada ha cambiado esta insana costumbre de utilizar a las instancias de procuración y administración de justicia —Fiscalía y Poder Judicial— para perdonar y castigar a modo; para ser benévolos con el amigo y firme con el adversario. Ejemplos hay muchos, el más notable hasta el momento: el Lozoyagate.

Dos. La sumisión del partido en el poder en su disfraz de organización política y de fracción parlamentaria al Presidente de la República. La voluntad del Presidente priva como antaño en el partido. Son sus iniciativas a las que se da preferencia y las que dictan la agenda legislativa.

Tres. La creación de partidos satélite que dan la apariencia de competencia y pluralidad, cuando en realidad giran a alrededor de la órbita del partido dominante, quien determina su supervivencia y su peso específico.

Cuatro. El uso ilegal de dinero —público o privado— en las campañas. Ya vimos el famoso video de Pío López Obrador, operador de Morena, recibiendo paquetes de dinero en efectivo que no fueron declarados ante el INE y que, por tanto, constituyen un delito electoral. También hemos sido testigos de la promoción personalizada y anticipada de aspirantes a las candidaturas, como el caso de Pablo Amílcar Sandoval, delegado federal en Guerrero.

Cinco. El control del Poder Judicial, a través del nombramiento de los magistrados a la Suprema Corte de Justicia. Para cuando termine el actual sexenio, el Presidente habrá nombrado a cuatro de ellos. No era mejor en el pasado, pero había negociación y “cuotismo”.

Seis. El intento por capturar los órganos de autonomía que fueron creados para actuar como contrapeso del Ejecutivo y, en la medida de lo posible, establecer políticas de Estado que trasciendan los vaivenes políticos y los periodos sexenales.

Siete. El uso electoral de los programas sociales que, en este sexenio, ni siquiera se intenta esconder. Por una parte, y con todo respeto, el sofisma de que “no habrá intermediarios” significa que el único benefactor es el Presidente. Por la otra, todos los programas sociales han sido anunciados y arrancados en las mañaneras y el primer cheque fue entregado por él personalmente. No se sabe aún cuántos de los delegados del gobierno federal en las entidades federativas serán postulados a puestos de elección popular —gubernaturas, presidencias municipales, diputados—, pero hasta ahora van nueve. Habrá que estar pendientes también de los llamados “servidores de la nación”.

Ocho. El uso discrecional de los recursos públicos. Este sexenio ha roto el récord de adjudicaciones directas (78%) y el de adecuaciones presupuestales (17.3%) y dispondrá de los recursos provenientes de los fideicomisos (68.4 mil millones). Igualmente, la primera entrega de la Cuenta Pública de 2019 da cuenta de irregularidades por más de 32.6 mil millones de pesos entre dependencias, empresas productivas del Estado y gobiernos estatales (la mayoría de Morena).

Nueve. El amiguismo en la entrega de contratos. Dos botones de muestra: el contrato de ventiladores al hijo de Bartlett por 31 millones de pesos y los del IMSS y el Banco del Bienestar a un consorcio de la familia de Zoé Robledo.

Diez. El pase de charola con los empresarios. Fue célebre todo el famoso pase de charola que hizo Salinas de Gortari en 1993 entre los empresarios más reconocidos del país. 27 años después, López Obrador repite el numerito en Palacio Nacional con el pretexto de la venta de boletos para la (no) rifa del avión presidencial.

Confirmo lo dicho hace meses: tenemos a un mandatario que fustiga el pasado neoliberal, pero suspira por el pasado autoritario. Como dos gotas de agua. Información Excelsior.com.mx

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