Por Pascal Beltrán del Rio
El titular de la nota del blog Marathon Investigation era, como decimos en México, de dar pena ajena.
“Miles acusados de hacer trampa en la Maratón de la Ciudad de México”. ¿Miles?, exclamé al leerlo. Pues sí, miles. No un puñado: miles.
México quedaba así exhibido, a nivel internacional, como un país donde un porcentaje importante de un grupo social —en este caso los corredores o, como se dice en hipsterñol, los runners— como tramposos.
De inmediato me vinieron a la cabeza casos recientes en los que la sociedad, no el gobierno, salía a relucir como protagonista de la corrupción. Entre ellos, la compra de calificaciones en el Instituto Politécnico Nacional y la obtención de credenciales para votar con datos falsos.
Las tres cosas tienen algo en común: personas que en lo individual habían hecho trampa, sin que nadie los forzara, y habían sido exhibidos y denunciados por las propias autoridades de esas instituciones. Es decir, el mundo al revés.
Estamos acostumbrados a que sean los ciudadanos quienes pesquen a alguna autoridad con las manos en la masa, haciendo una transa. De esto último sobran los ejemplos. Afortunadamente, hay organizaciones no gubernamentales que se han especializado en algún tipo de información y han revelado la comisión de actos de patrimonialismo.
También lo han hecho los medios, como la investigación de Excélsior que reveló cómo se obligó a los trabajadores del ayuntamiento de Texcoco a aportar una parte de su quincena al grupo político hegemónico en ese municipio y cómo se depositaron cantidades surgidas de ese acto de extorsión en la cuenta de un pariente del líder de dicho grupo.
Cuando se habla de corrupción en México, lo más frecuente es que se señale la que se da en los ámbitos de la política y el gobierno. Un caso reciente es la construcción del Paso Exprés de Cuernavaca, donde, a raíz de la muerte de dos personas en un socavón que se formó en esa vía recientemente inaugurada, una dependencia del propio gobierno federal, la Secretaría de la Función Pública, reveló 22 irregularidades cometidas por funcionarios de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes que suman más de mil millones de pesos, la mitad del costo de dicha obra.
Sin embargo, no es común que un grupo grande de individuos —a quienes no se presiona para pagar una mordida o incurrir en algún otro acto ilegal—, sean señalados como tramposos.
En el caso de la XXXV edición de la Maratón de la Ciudad de México, una investigación de los propios organizadores de la prueba mostró que cuatro mil 319 corredores hicieron trampa al saltarse algún tramo de la carrera de más de 42 kilómetros.
Eso representa el 15% de los participantes. Es decir, uno de cada seis hizo trampa.
La autoridad deportiva de la Ciudad de México fue cuidadosa de sacar de esa lista a quienes aparentemente no cruzaron por alguno de los “tapetes” electrónicos que registran —cada cinco kilómetros— el paso de los participantes, pues podría indicar más bien un mal funcionamiento de los instrumentos.
Pero hubo algunos corredores que, de acuerdo con el mismo sistema, no pasaron por seis “tapetes” y mágicamente aparecieron en la meta para colgarse la medalla de maratonistas.
El hecho, que pudiera parecer intrascendente, es importante en el mundo de los maratones pues la carrera de la capital mexicana es aceptada por el famoso maratón de Boston, en el que se pide un tiempo mínimo como prueba de calificación.
Sin embargo, si el hecho sólo fuera por el deseo del corredor de tomarse una selfie en la meta sin hacer el esfuerzo de recorrer toda la distancia, también revela una actitud deshonesta.
Y cuando en ésta incurre una persona de cada seis, entonces tenemos un problema colectivo que merece ser analizado.
Igual que en el asunto de la compra de calificaciones o la obtención de una credencial para votar chueca, en el caso del maratón no hay una autoridad perversa que haya obligado a las personas a comportarse de forma deshonesta.
Esos fueron actos de voluntad, decididos de manera consciente. Y al margen de qué fue primero, si la transa en la base o la transa en la cúpula de la sociedad, merece que la condenemos.
Si no, habremos caído en la proverbial maldición de convertirnos en un país de cínicos. Información Excelsior.com.mx