Por Yuriria Sierra
Las posibilidades eran remotas, como remoto el lugar en donde sucedió. Un camino entre dos pueblos, cercano a dos estados con línea fronteriza que divide a dos países. Adultos y niños muertos. Otros más heridos. Algunos a salvo.
La imagen que resume lo acontecido a la familia LeBarón, atroz, abominable: una camioneta consumida por las llamas, otras completamente baleadas.
No es una postal ajena. Es la postal que cambia cada semana en nuestro país. Hoy los LeBarón, antes Culiacán, los militares emboscados en Guerrero o Michoacán, las masacres en Minatitlán o en el bar “Caballo Blanco”.
Lo pienso cada que leo sobre un atentado, cada que hablo en televisión sobre ellos, pienso –intuyo que pensamos– si ya lo he visto todo. Si esta guerra tendrá fin.
Si algún día hablar de muertos será sólo para conmemorar los días que nos llenan de color y cempasúchil.
Si la agenda noticiosa de este espacio, del de la siguiente página, de los varios canales de televisión, tendrán una narrativa distinta.
También me pregunto –intuyo nos preguntamos– si los enemigos, los reales enemigos, aún alojan escrúpulos que limiten sus acciones.
Los hechos nos dicen que las posibilidades de esto último son también remotas.
México es hoy ese país en donde bebés indefensos son ya blanco del crimen organizado. Pocas cosas pueden rompernos el corazón como esto.
La familia LeBarón, víctima en tres ocasiones de la delincuencia, de ésa que va mucho más allá del fuero común.
Y su fortaleza no la ha hecho claudicar ni huir de este país. Así de tanto querrán su tierra, aun con su doble nacionalidad.
Por el contrario, tras la primera agresión, el secuestro de un adolescente hace diez años, optaron por sentar un precedente: no rendirse. No pagar el rescate los convirtió en eso que, muchas veces, hemos deseado al saber que un cercano nuestro (o un completo desconocido, porque así funciona la empatía) es víctima de un delito:
los remitentes de un mensaje que subraya una sola cosa, que ellos, el enemigo, el verdadero enemigo, no son los que mandan. Meses después, el asesinato de dos miembros de la familia tampoco los hizo huir, por el contrario, se convirtieron en voces activas. Julián LeBarón participó en la Caravana por la Paz en 2011.
Lo identificamos todos, sin importar ideologías, como un verdadero agente de cambio. Hace diez años creó una guardia comunitaria para proteger la localidad donde vive, del crimen organizado. Hoy, tras la muerte de nueve miembros de su familia, lejos de claudicar, además de la búsqueda de justicia, evalúa regresar a las armas para brindar protección a su familia, a sus vecinos; porque el mensaje sigue siendo el mismo de hace una década, a pesar de las circunstancias: ellos, el enemigo, el verdadero enemigo, no son quienes mandan.
Y el enemigo lo identificamos todos. Son aquellos que ya no diferencian a sus rivales de la sociedad civil. Capaces de incendiar, lo mismo una camioneta en la que se traslada una familia que un bar. Capaces de desplegar sus filas en una ciudad entera.
Pero también la omisión terrible y la ingenuidad de creer que a un enemigo se le vence con amables consejos, abrazos o peticiones.
Desde este espacio, un abrazo no sólo a Julián LeBarón y su familia. También a aquellos que desde hace años, varios, tantos, han perdido a un ser querido en medio de esta batalla que, a casi un año de la llegada de una promesa, no encuentra frente ni brújula. Información Excelsior.com.mx