Debates

Por Pascal Beltrán del Rio

Aunque suele sobreestimarse el peso de los debates en las contiendas presidenciales, no cabe duda que son un instrumento necesario para el conocimiento de las posiciones y habilidades de los candidatos.

El problema es que los debates en México han derivado en una aburrida sucesión de monólogos, en la que los participantes —sobre todo los mejor posicionados— arriesgan muy poco. Fuera del muy recordado primer encuentro de candidatos presidenciales, en mayo de 1994 —en el que participaron Cuauhtémoc Cárdenas, Diego Fernández de Cevallos y Ernesto Zedillo—, ninguno de los sucesivos debates ha incidido en los resultados de los comicios.

Aquel encuentro sirvió para que Fernández de Cevallos, quien emergió como ganador del debate, se posicionara como el retador de la contienda.

Es verdad que seis años después, en 2000, Vicente Fox utilizó el debate para encumbrarse, pero eso no fue en el encuentro mismo, sino en la reunión para fijar los términos de éste, en la que el guanajuatense exigió que se diera “hoy, hoy, hoy”.

El resto de los debates apenas se recuerdan por la ausencia de López Obrador, en el primero de los dos que hubo en 2006, así como por la edecán de 2012.

El Instituto Nacional Electoral está intentando que en 2018 se supere el tedio y la irrelevancia en que han caído los debates de candidatos presidenciales.

Para ello formó una comisión especial, encabezada por el consejero Benito Nacif, que busca fijar los términos de los debates del año entrante antes de que haya candidatos.

Hay que recordar que en la organización de los debates que ha habido hasta ahora, el peso de la opinión de los candidatos en la fase de organización de los encuentros ha contribuido a que éstos se den sin la posibilidad de confrontar ideas.

Como digo arriba, los aspirantes se han mostrado temerosos de cometer alguna pifia y por eso han optado por formatos sosos en los que los participantes hablan sobre temas preestablecidos, durante un tiempo limitado, mientras la cámara los enfoca a ellos y sólo a ellos. Esa modalidad no contribuye a la confrontación de ideas que tendría que haber en cualquier debate.

Ojalá que el INE —que, por ley, está obligado a organizar al menos dos encuentros de candidatos—tenga éxito en encontrar un mejor formato, uno que realmente permita debatir.

En un foro que el INE organizó la semana pasada, propuse que, entre otras cosas, los moderadores tengan un mayor peso en la dinámica del encuentro y que los candidatos no conozcan de antemano los temas sobre los que les van a preguntar para que al menos los veamos desenvolverse espontáneamente. No sé si el INE logre su propósito de fijar los términos del debate antes de que los partidos y/o coaliciones tengan candidatos presidenciales.

De uno de ellos, ya lo sabemos: Andrés Manuel López Obrador. El PRI podría dar a conocer el nombre del suyo en cosa de dos semanas. Eso dejará al INE menor margen de maniobra para lograr su objetivo. Pero hay otros obstáculos para que se dé un verdadero debate en 2018, me parece.

El primero es que la ley obliga al INE a invitar a todos los aspirantes a los encuentros que organice. Si estarán en la boleta más de tres, difícilmente habrá debate entre ellos, pues la sucesión de turnos vuelve muy complicado que haya intercambios entre dos. Y el más grande, para mí, es que no existe una cultura del debate en este país. En lugar de ser visto como una oportunidad para confrontar ideas, de la que el público —en este caso, el electorado— sale con un conocimiento enriquecido, el debate es percibido como lucha con tintes personales, cuya meta es destruir al adversario.

Lamentablemente, en esa cultura se han formado los políticos mexicanos.

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