Por Pascal Beltrán del Rio
Este 2018, México cumple 101 años de realizar elecciones para renovar la Presidencia de la República y el Congreso de la Unión, en el marco de la Constitución vigente.
La primera elección presidencial de esta etapa de la historia nacional tuvo lugar el domingo 11 de marzo de 1917. Venustiano Carranza, hasta entonces Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, fue elegido para cumplir con el periodo del 1 de diciembre de 1916 al 30 de noviembre de 1920.
A partir de esa votación, los mexicanos han ido a las urnas cada vez que lo dispone la Constitución. Hasta 1928, los periodos presidenciales eran de cuatro años; luego se volvieron de seis. Hasta 1934, una Legislatura duraba dos años; luego fue de tres.
Tras el homicidio de Carranza, se votó para renovar el Ejecutivo el 4 de septiembre de 1920. Después, el 6 de julio de 1924 y el 1 de julio de 1928. Ese último año se eligió por primera vez a un Presidente que debía durar un sexenio en el cargo.
Asesinado el presidente electo Álvaro Obregón, se celebraron comicios extraordinarios el 17 de noviembre de 1929 para cumplir con un periodo que terminaba el 30 de noviembre de 1934. Ganó Pascual Ortiz Rubio en una elección polémica, pero renunció a los dos años y siete meses, siendo sustituido por Abelardo L. Rodríguez.
De 1934 en adelante, todos los Presidentes de México han terminado su periodo. En ese lapso se han dado trece transmisiones del poder, realizadas de forma pacífica y con apego a la ley.
Si contamos el tiempo transcurrido desde 1917, ha habido 19 elecciones presidenciales –una de ellas extraordinaria, en 1929–, así como 37 para renovar la Cámara de Diputados. Los comicios del próximo domingo serán, pues, los vigésimos para elegir Presidente y los trigésimo octavos para diputados.
No se puede decir que México haya sido una democracia a lo largo de estos 101 años. El sistema político surgido de la Revolución Mexicana estaba caracterizado por un régimen de partido hegemónico que sólo comenzó a admitir competencia en la década de los años 80. Aun así, es un logro que las elecciones se hayan realizado siempre en los tiempos y las formas establecidos en la Constitución y que, desde 1930, la transferencia del poder se haya dado de modo pacífico.
Eso hace de México una excepción a nivel mundial. Pocos países han tenido un periodo tan largo de procesos políticos ordenados.
Los mexicanos debemos aquilatar eso, así como el constante fortalecimiento de nuestro sistema democrático a partir de las elecciones de 1988, que muchos siguen considerando fraudulentas.
Nuestra democracia aún tiene mucho margen para mejorar. Muchas de las prácticas corporativas del pasado siguen vivas y, pese a los esfuerzos por transparentar el financiamiento de las campañas, el dinero sigue fluyendo bajo la mesa.
Aun así, la peor democracia es la que no se tiene. Yo estoy convencido de que, gane quien gane la Presidencia de la República en las elecciones de pasado mañana, contará con la legitimidad para ejercer el poder, pues emanará de un proceso en el que ha participado más de un millón de ciudadanos designados de forma aleatoria y capacitados por personal de un organismo –el Instituto Nacional Electoral– cuyo talento para organizar elecciones está de sobra probado.
Es lamentable que en días recientes hayamos escuchado denuncias sobre un presunto fraude que mancharía el proceso que culmina el domingo. Se trata, sin duda, de un exceso derivado de la desconfianza surgida durante la etapa autoritaria del país, que ya no tiene razón de ser, y reflejo de la práctica de algunos actores políticos de desconocer los resultados electorales si no son les son favorables, que ojalá pronto desaparezca.
Con todo y su larga duración en la historia, los mexicanos no debemos dar por sentada la transferencia pacífica del poder. Debemos aquilatarla y protegerla, así como el sistema electoral que la hace posible. El veredicto de las urnas puede no gustar a algunos, pero todos estamos obligados a preservar nuestra democracia, pues es el mejor modo de dirimir nuestras diferencias sobre la vida pública.
Por eso, gane quien gane la Presidencia de la República contará con mi apoyo. Creo en la democracia y en la institucionalidad. Y también creo que si al Presidente le va bien en el ejercicio del poder apegado a las leyes, a México también.
Dicho eso, pienso que la mejor forma de ayudar al próximo Presidente será recordándole que debe gobernar para todos, no sólo para quienes lo eligieron. Y diciéndole cuándo se equivoca. Si la crítica del poder público se hace de buena fe, con razones y convicciones democráticas, el gobernante puede encontrar en ella un apoyo invaluable.Información Excelsior.com.mx