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Por. Pascal Beltrán del Rio
Democracia tropical está dedicado a la historia de la lucha contra la corrupción en el país sudamericano, y cuenta cómo, hace tres décadas, dos personajes se colocaron en la vanguardia de la democracia que emergía de una dictadura de 21 años.
Esos personajes eran Fernando Collor de Mello y Luiz Inácio Lula da Silva. Ambos enarbolaron la bandera de la lucha contra la corrupción que caracterizó al régimen militar.
Porque la dictadura no sólo torturaba, mataba y desaparecía. Algunas de sus principales figuras —como Sérgio Fleury, el temido Ángel de la muerte, del Departamento de Orden Político y Social (DOPS)— tenían una doble vida: cuando no estaban persiguiendo disidentes, traficaban con drogas.
Collor y Lula brincaron a la escena política con la promesa de moralizar la vida pública. Ambos alcanzaron la Presidencia de Brasil, pero también terminaron envueltos en escándalos de patrimonialismo y abuso de poder. “Todas las promesas políticas brasileñas destinadas a reducir la corrupción terminaron por involucrarse en ella”, afirma Gabeira en el libro, de acuerdo con adelantos que han circulado.
Hoy, Brasil está señalado en América Latina y en buena parte del mundo como la zona cero de una epidemia de corrupción que ha recorrido el continente, infectando lo mismo a gobiernos de izquierda que de derecha: el escándalo Odebrecht.
Yo no sé si todo está perdido, como parece sugerir Gabeira, porque si hemos conocido los entretelones de esa trama —incluidas las conexiones mexicanas— ha sido gracias al juez Sérgio Moro, el encargado del caso de corrupción conocido como Lava Jato, sobre quien ya he escrito en este espacio.
Sin embargo, las democracias de Brasil y México y muchas otras de la región parecen estar atoradas donde estaban en la década de los años 80: en la corrupción, que no sólo dilapida recursos públicos necesarios para el desarrollo, sino además carcome la confianza de la ciudadanía en las instituciones.
Fue la corrupción la que lanzó a los venezolanos en brazos de un supuesto salvador, Hugo Chávez Frías, cuya idea de “democracia popular” lleva años tambaleándose y hoy está a punto de colapsar.
La corrupción es el tema que domina hoy la discusión pública en Latinoamérica, desde México hasta Argentina.
¿Los mexicanos hemos fracasado contra la corrupción en estas tres décadas, desde la Renovación Moral de Miguel de la Madrid hasta la detención de Javier Duarte?
Todo indica que el marcador está abultadamente en contra. Porque, fuera de toda retórica, las evidencias recientes indican que no hay un solo partido político que no caiga en esta ilegalidad. Hay quienes apuestan, como cada seis años, que la corrupción terminará cuando llegue a Los Pinos un Presidente de la República impoluto, un salvador.
En Brasil, como relata Gabeira, dos supuestos luchadores contra la corrupción —uno de derecha y otro de izquierda— llegaron al poder y terminaron por caer en la redes de complicidades que hacen posible el aprovechamiento del dinero público para fines personales o de grupo.
Yo no veo evidencia alguna de que la sanación del servicio público vendrá de la mano del voluntarismo.
Los países que han tenido éxito en la lucha contra la corrupción lo han logrado por la vía de la institucionalidad y el Estado de derecho. En ese sentido, México aún tiene una oportunidad de evitar el fracaso: concretar la creación del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Lo malo es que la falta de consenso —y, dirían algunos cínicos, la falta de conveniencia— mantiene atorado en el Senado el nombramiento del titular de la Fiscalía Anticorrupción, piedra angular del SNA, cuando sólo falta una semana para que finalice el periodo ordinario de sesiones.
Si antes no se pacta el nombramiento del fiscal por parte de las fuerzas políticas —de una forma que deje convencida a la opinión pública—, se estará perdiendo la que yo creo es la última oportunidad de evitar el fracaso.
Si eso ocurre, no nos extrañe que aparezca la ilusión de la salida autoritaria.
Como en Brasil, donde hay muchos que comienzan a decir que la corrupción durante la dictadura militar (1964-1985) no era tan grave como la que existe ahora.