Por Hugo Garciamarín
La crisis de 2008 detonó un cambio cultural que se ha extendido paulatinamente. El centro político, que durante mucho tiempo estuvo en boca de muchos analistas, prácticamente ya no existe, y en su lugar han surgido públicos, ideológicos o identitarios, cada vez más excluyentes y menos proclives al diálogo o a cambiar de opinión.
En primera instancia, este proceso fue avivado por los populismos, cuya esencia es construir hegemonía política a partir de un reclamo democrático basado en la distinción de unos y otros, ya sea el líder y las élites, el pueblo y los empresarios, el 99% y el 1% de la población, etcétera.
Pero no hay que confundir el síntoma con la enfermedad. El populismo fue sólo una respuesta a un sistema que mientras homogenizaba a los gobiernos, partidos políticos y demás representantes bajo la ideología neoliberal, exaltaba la individualidad y la organización social a partir del mercado, la particularidad y la diferencia. Cuando dicho sistema entró en crisis, encontró una salida a partir del populismo: una revolución pasiva que echaba mano de categorías comunes como el pueblo, pero a su vez revindicaba nociones particulares —como el nativismo o la diversidad étnica— como universales.
Con el tiempo, las opciones populistas a lo largo del globo se han desgastado y en muchos casos no han logrado transformar a sus sociedades, pues el neoliberalismo sigue vigente e incluso después de una pandemia los ricos son más ricos.
Sin un cambio drástico, la esperanza se puede convertir en una rabia que es encauzada a través de discursos que han desechado la reivindicación democrática y únicamente prometen revancha frente a otros grupos. Así surge la ultraderecha y su público, quienes encuentran en el feminismo o en los que denuncian el racismo histórico de nuestras sociedades, a los culpables de sus desgracias.
Entre esos públicos no hay posibilidad de diálogo, los intereses y valores que los conforman son contrastantes. Por eso, quienes desde la ultraderecha enarbolan un discurso racista o machista, no buscan convencer a otros públicos, ni que la evidencia histórica o sociológica les dé la razón, sino construir un relato para su grupo. Lo preocupante es que ese grupo es cada vez más grande, sólido, ajeno a los valores igualitarios y con un impermeable a prueba de otros discursos.
Ante esto, las izquierdas han recurrido a burlarse o hacer menos sus argumentos. Pero con ello, sólo se reafirman ante su propio público e irónicamente fortalecen el relato ultraderechista. ¿Cómo podemos desde las izquierdas enfrentar este cambio cultural? Intentaré reflexionar al respecto en próximas entregas. Información Radio Fórmula