Por Pascal Beltrán del Rio
“Diecinueve minutos antes de la primera llamada al 911 que alertó a las autoridades sobre un tiroteo masivo en un Walmart de El Paso, Texas, un manifiesto antiinmigrante lleno de odio apareció en un foro ultraderechista de internet”.
Así inicia una de las crónicas que publicó The New York Times sobre el ataque del sábado a mediodía contra personas que se aprovisionaban en el supermercado de la ciudad fronteriza con México y que había provocado una veintena de muertes al momento de escribir esto.
Patrick Crusius, de 21 años de edad, manejó diez horas desde un suburbio de Dallas para atentar contra personas de origen latino, en un intento de frenar la “invasión hispana de Texas”, según se desprende de un texto que apareció en 8chan, un foro que también sirvió para difundir un mensaje antisemita poco antes de otra masacre, ocurrida en abril en la sinagoga de Poway, California.
Los tiroteos masivos han causado centenares de muertes en EU en los últimos 40 años y es verdad que la mayoría de las más de cien matanzas que han ocurrido en ese lapso no ha tenido una motivación racial o religiosa y más bien ha sido producto de un afán de notoriedad de los perpetradores.
Sin embargo, las que sí se han fincado en la discriminación han aumentado en años recientes, sobre todo, desde los atentados terroristas de septiembre de 2001, cuando se hizo claro que se había incubado un discurso de odio que ya ha recorrido el mundo y claramente se halla detrás de masacres ocurridas en los cinco continentes.
Esto ha provocado una discusión sobre la libertad de expresión, que enfrenta a quienes creen que ésta debe ser irrestricta y quienes sostienen que no deben tolerarse expresiones de discriminación porque provocan divisiones irreconciliables en la sociedad y pueden conducir a la violencia.
La justicia internacional ya se ha pronunciado al respecto: con motivo de los procesos contra los responsables del genocidio contra la población tutsi de Ruanda en los años 90, entre los cerca de 700 condenados por crímenes contra la humanidad no sólo figuraron los comandantes de las milicias hutu, como el coronel Théoneste Bagosora, sino incluso quienes incitaron el exterminio, como el cantante Simon Bikindi y la conductora de radio Valérie Bemeriki.
No habría que esperar que el discurso de odio se convierta en violencia ni distraernos con la retórica de quienes dicen cosas como que “la palabra no mata, quienes matan son las personas”. Es necesario actuar antes, en distintas esferas, para impedir que el rechazo de lo distinto –por motivos raciales, religiosos, sexuales, etcétera– se fermente y explote.
Está probado que el odio es contagioso.
Los primeros obligados en parar ese contagio son quienes tienen una tribuna pública, aquellos cuya voz es escuchada por otros y hasta sirve de inspiración. Esa responsabilidad incluye no etiquetar a las personas con apodos u otro tipo de calificativos denigrantes.
Entre estos sujetos obligados a no fomentar el odio, pienso, antes que cualesquiera otros, en los gobernantes. Para nadie es un secreto que el presidente estadunidense, Donald Trump, ha sido un incitador de la división en la sociedad estadunidense –al punto de que usó ese discurso para llegar a la Casa Blanca–, particularmente contra los migrantes.
México es también una sociedad dividida por el discurso político. No esperemos a que la violencia ya presente en las calles del país por razones de la delincuencia pase a ser una que tome como pretexto las diferencias políticas o sociales.
Quien crea que eso jamás puede pasar en México tiene a la mano una abundante literatura para revisar su punto de vista.Información Excelsior.com.mx