Jorge Fernández Menéndez
Hace unos meses, en junio pasado después de las elecciones estatales que le dieron un amplio triunfo al PAN (en algunos estados aliado con el PRD), nadie creía en las encuestas. Todo el mundo consideraba que una vez más, como había ocurrido con las elecciones intermedias, que las encuestas se estaban equivocando, que no estaban preguntando correctamente, incluso, que eran manipuladas. Probablemente en parte era verdad y en parte no: la realidad es que la gente no estaba mostrando en las respuestas sus verdaderas intenciones electorales o políticas porque no se estaba percibiendo, desde los propios encuestadores, el escenario real donde se daba la contienda y se partía de muchos supuestos que, simplemente no se daban, además de problemas técnicos evidentes en muchos de esos estudios.
Lo cierto es que ahora todos creen en las encuestas: según los mismos que no creían en ellas hace unos meses, ahora las encuestas muestran que es casi inevitable el triunfo de López Obrador en el 2018 (como a estas alturas muchos lo consideran inevitable en los comicios del 2006). De la mano con ese hecho, consideran que el derrumbe del PRI ya está escrito y que el PRD literalmente está desapareciendo, mientras que el PAN pareciera ser el único que podría darle la pelea al candidato de Morena. A partir de ese diagnóstico se plantean las más inverosímiles alianzas, pero también se produce un desplazamiento de personajes de distintos partidos que buscan acomodarse a ese nuevo e hipotético escenario.
En estos días se ha insistido en que existe una verdadera desbandada de priistas hacia Morena. Y, sin duda, hay priistas que han dado ese paso, pero que se quiera ejemplificar ese proceso con la salida hacia Morena del exgobernador de Tlaxcala en los tiempos de Carlos Salinas, José Antonio Álvarez Lima, es un exceso. Es verdad que algunos que aspiran desde ya a posiciones, sobre todo en el ámbito local, han tratado de adelantarse buscando a Morena, pero estamos lejos de que sea un éxodo, una salida masiva de militantes del tricolor. Ese proceso seguirá en la misma medida en que el PRI no muestre claridad sobre sus objetivos y cómo alcanzarlos, pero es más un síntoma de las cosas que no están funcionando bien en el oficialismo que de la profecía autocumplida del triunfo inevitable de Andrés Manuel.
Hoy mismo, el presidente Peña y el líder del PRI, Enrique Ochoa, tienen una nueva oportunidad de darle al priismo algún motivo de optimismo de cara al futuro: deberían dar señales de lo que pueden y quieren hacer y con quiénes: ya lo decíamos en este espacio, apostando por viejos priistas, como José Murat para, supuestamente, mantener en el partido a otros viejos priistas, no se evitará ese éxodo electoral. Por cierto ¿no les da pena a algunos manejar la versión de que Murat es un paradigma de diálogo con otros partidos? ¿No les parece absurdo difundir una y otra vez la versión de que Murat es una suerte de padre del Pacto por México? Murat tuvo un papel en ese proceso y fue convencer a sus viejos conocidos, muy favorecidos en sus tiempos de gobernador de Oaxaca, de la corriente Nueva Izquierda del PRD, para avanzar en el Pacto, pero nada más.
Precisamente NI, que tuvo en sus manos la posibilidad de convertir al PRD en el partido progresista, de corte socialdemócrata que el país requería, que podría ampliando su base de sustentación haber aislado a López Obrador y al naciente Morena, está cometiendo todos los errores necesarios para acabar con el partido desde que decidieron asumir la defensa de Ángel Aguirre y de sus aliados como José Luis Abarca, en el caso Iguala. Desde entonces, cuando había llegado a la presidencia del partido un hombre como Carlos Navarrete, que le hubiera podido dar un rumbo mucho más claro al perredismo, todo comenzó a derrumbarse.
La salida de Navarrete fue inevitable, pero la llegada de un simpatizante externo como Agustín Basave a la presidencia pareció una mala broma, la designación de una suerte de gerente. Con todo, Basave no lo hizo mal: logró acuerdos para las elecciones del año pasado que le permitieron al PRD, en junio pasado, tener más votos que Morena. Lo que ha sucedido es que el propio perredismo, con una labor de zapa constante desde Morena, no ha sabido valorar ni su posición ni sus posibilidades.
Nada lo refleja mejor que lo que sucede con su grupo parlamentario en el Senado. Hoy, como se demostró con el súbito apoyo de Barbosa a López Obrador, ese grupo parlamentario es tierra de nadie, sólo un par de senadores responden al partido, casi todos los demás se declaran independientes o lopezobradoristas, muchos con saltos políticos difíciles de explicar como el que dio Zoé Robledo. Pero siguen dentro del grupo parlamentario, utilizan los recursos (cuantiosos) en su propio beneficio y no rinden cuentas a nadie. La dirigencia del PRD no se atreve a deshacerse de ellos y ellos no tienen el menor interés en abandonar el grupo porque pierden espacio y dinero.
El PRD tiene una oportunidad de seguir siendo un partido de izquierda progresista si comienza por tener inteligencia y congruencia. La opción que está construyendo Miguel Mancera, que comenzará a expresarse abiertamente entre septiembre y octubre próximos, tiene muchas posibilidades de convertirse en una realidad interesante. No sé si alcanzará para ganar una elección, pero sí para competir y tener personalidad política propia. Mancera le puede dar un espacio y significado diferente al PRD, si concreta su alianza con Enrique Alfaro y a través suyo con MC, con Jaime Rodríguez El Bronco, con la fuerza que está construyendo Cuauhtémoc Cárdenas, con el PT. Allí, se puede articular una opción progresista real con fuerzas que ahora están políticamente dispersas. Pero resulta que para algunos en el perredismo, la alternativa pasa por irse a Morena y para otros por impulsar la candidatura de Silvano Aureoles.
No hay inevitables para el 2018 ni tenemos por qué confiar más en las encuestas de lo que lo hicimos en el 2012, el 2013 y el 2016. Pero muchos ya sucumben al pánico escénico, y otros lo fomentan. Información Excelsior.com.mx