Por Víctor Beltri
En cuestiones de gobierno, se habla de resultados. En materia de política, en cambio, se cuentan historias: de eso se trata todo, en realidad. Cantares de gesta, historias del poder —pletóricas de emociones— que, lo mismo, narran las injusticias de un pueblo oprimido desde hace quinientos años que el surgimiento del líder que habría de liberarlos con una transformación artificial. La lucha desde la oposición, el desafío a los poderosos de siempre; su eventual arribo —entre guirnaldas de olivo— a las entrañas del poder.
Un poder para el que nadie puede estar preparado pero, mucho menos, quien desde el inicio de su gestión lo concibió como un instrumento para cobrar facturas, y que además tiene la convicción absoluta de una misión histórica que le ha sido conferida, tan importante, como para legitimar cualquier acto de desmesura que le permita conseguir sus fines. Y así ha sucedido, en nuestro país: sin mayor miramiento, ni mayor justificación que su propio rencor acumulado, el titular del Ejecutivo no sólo ha marcado la agenda cotidiana durante los últimos años, sino que ha logrado someter —y dividir— a sus opositores, encabezar y dirigir los ataques a la prensa —y dirigir la opinión pública hacia donde le conviene… mientras ha continuado en un proceso de demolición sistemático a las instituciones que podrían representar cualquier contrapeso a un poder, que pretende, absoluto.
Un poder cuyas posibles —y actuales— desmesuras han sido descritas desde la época de los griegos como el hybris que habrían de sufrir los gobernantes cuyo poder temporal les llevaba a compararse con el de los dioses, o incluso a desafiar las fuerzas de la naturaleza. Una transgresión total, retratada por los clásicos. “El poder atonta a los inteligentes, y a los tontos los vuelve locos”, ha repetido el Presidente, a lo largo de los años, en un tono que hoy —quizás— podría adivinarse más personal de lo que en un principio se había considerado. El hybris —la desmesura total en un gobernante, con tal de satisfacer a su propio ego— es una falta de carácter que influye en cada una de sus decisiones, hasta que —víctima de las pasiones que le dominan— comete un error, en el ejercicio de sus funciones, que termina por desencadenar su propia debacle. El error fatal, propio de las tragedias griegas, que el propio Aristóteles definió bajo el término de hamartía, en sus tomos sobre Poética.
Hamartía, o el error fatal producto de la soberbia absoluta, la consecuencia del hybris fatal que consume a los gobiernos autoritarios, y que hoy consume a nuestro país si no confluyeran —al mismo tiempo— la soberbia y la arrogancia de quien toma las decisiones, la falta de información confiable de sus propios colaboradores, la confusión de un país que no acaba de entender por qué tiene que seguir sufriendo tanto. El sacrificio de hace unos meses es muy distinto al que ahora se exige: no es lo mismo —sin lugar a dudas— el esfuerzo necesario para hacer filas en una gasolinera de madrugada, combatiendo un supuesto huachicol, que lo que supone el preparar a nuestros niños, cada mañana, para enviarlos a un sistema escolar sin mayores garantías que las ofrecidas por un Presidente que nos pide asumir los posibles sacrificios —la eventual muerte de nuestros hijos— recordando Los caminos de la vida: no son como yo pensaba; como los imaginaba, no son como yo creía.
En cuestiones de gobierno se habla de resultados, decíamos en un principio. En materia de política, en cambio, se trata de transmitir mensajes. En resultados, el gobierno ha reportado lo que le ha interesado, con una nulidad mayor a la de cualquier país del mundo; en cuanto a decidir sobre el enviar a nuestros hijos a la escuela, la decisión nos corresponde a nosotros. La pregunta es sencilla: con la confianza que le genera el gobierno en funciones, ¿usted le confiaría la vida de sus hijos enviándolos a la escuela? El poder atonta a los inteligentes, no hay que olvidarlo. A los tontos los pone más locos. Información Excelsior.com.mx