Por Pascal Beltrán del Río
16 de Marzo de 2020
¿Qué es lo que se espera de un líder en tiempos de crisis?
La pregunta es relevante cuando la gran mayoría de las naciones del mundo enfrentan un grave riesgo de salud para sus habitantes.
En términos del número de muertes que puede causar a nivel mundial, el coronavirus COVID-19 es el equivalente de un estado de guerra.
Hace tres cuartos de siglo que la humanidad salió de su último conflicto armado mundial y tiene poco más de cien años que una pandemia —la llamada Gripe Española— comenzó a arrasar con la población de muchos países, incluyendo México, donde se contaron 300 mil muertos.
Por supuesto, nuestra civilización ha avanzado en medios para atajar graves peligros para el ser humano, como los que representan guerras y enfermedades.
Pero en tiempos como éstos se espera que el liderazgo funcione para poner en marcha todos los recursos disponibles para salvar vidas.
Pese a que se puede argumentar que hubo advertencias sobre la aparición de una nueva pandemia —aquí le reseñé el libro del epidemiólogo Michael Osterholm el jueves pasado—, es justo decir que muy pocos pudieron haber anticipado la crisis de salud que ha provocado el coronavirus COVID-19.
Pero, precisamente en momentos así, se pone a prueba el liderazgo. En México, la Presidencia de Andrés Manuel López Obrador quedará marcada por la manera en que él guíe al país ante los peligros que representa esta pandemia.
Hasta ahora, hay que decirlo, el mandatario ha quedado a deber. Su gobierno no ha tenido posiciones uniformes. Los distintos voceros se han contradicho en diferentes ocasiones y él no ha logrado que las instituciones a su cargo funcionen en concierto.
Y no sólo eso: con sus acciones en lo personal ha puesto en entredicho a sus subalternos, como cuando dijo que a los pasajeros de un crucero donde había casos sospechosos de coronavirus se les debía recibir “por humanidad” —antes de saber qué era a lo que se estaba enfrentando— o cuando dijo que los mexicanos debíamos abrazarnos porque “no pasa nada” o cuando, el pasado fin de semana, se fue de gira por Guerrero y se puso a saludar a los asistentes hasta de beso. Todas esas cosas las habían desaconsejado los expertos nacionales e internacionales y hasta sus colaboradores.
López Obrador, incluso, se ha pronunciado en contra de dejar de celebrar sus conferencias mañaneras o dejar de hacer giras por el país porque siente que hacerlo lo pondría en desventaja ante sus “adversarios”, los cuales, por cierto, él ya ha declarado “moralmente derrotados”. Si están acabados políticamente, ¿por qué le preocupará tanto dejar de aparecer personalmente en conferencias o mítines?
Para sortear el grave peligro que representa el coronavirus para un país con un sistema de salud tan endeble como el que tenemos —y una población con agravantes, como son el sobrepeso, la diabetes y el tabaquismo—, el Presidente debe ser especialmente enfático en pedir que la gente se recoja y evite, por un tiempo, los contactos sociales, a fin de disminuir las posibilidades de contagio.
Eso implica una reconversión de López Obrador. El liderazgo que se espera de él es distinto al que lo llevó a la Presidencia. Debe dejar de pensar en la magia mitinera que ha desarrollado y pensar en dirigir el país sin ser visto. Insisto: de lo que él haga en los meses por venir dependerá el balance final de su gobierno y su lugar en la historia, algo que para él resulta muy importante.
Si alguien le aconseja que esto se resuelve barriendo el problema bajo el tapete, como se ha hecho con los casos de heparina sódica contaminada en Villahermosa, le estará haciendo daño.
Todas las crisis y todos los liderazgos son diferentes, pero basta recordar el papel de Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial para ver que un mandatario puede estar sin aparecer. El primer ministro británico iba de búnker en búnker y sus conciudadanos nunca lo veían, pero siempre sabían que estaba ahí y, de hecho, estaba en todas partes.Información Excelsior.com.mx