Por Víctor Beltri
El Presidente se equivoca. El Presidente se equivoca, y es preciso —tan sólo— quitarse la venda de los ojos para advertirlo. El Presidente se equivoca, sin duda, cuando utiliza el poder que le ha sido conferido —por su investidura temporal— en contra de sus enemigos personales e históricos: suficientes persecuciones se han presenciado —y vivido, en carne propia— como para entregarse a una nueva, e injustificada por completo.
El Presidente se equivoca, cuando traiciona los ideales de su propio partido y, antes que prepararle el camino para que perdure en el tiempo, no hace sino utilizarlo como vehículo para sus propios fines; el Presidente se equivoca, también, cuando desvirtúa a la prensa —de la que se ha servido— y pretende inventar una realidad acorde a su propia versión de los hechos. Una versión, la mayoría de las veces, absurda.
El Presidente se equivoca, cuando desprecia a sus adversarios —y minimiza sus opiniones— mientras que sus golpeadores actúan, en redes sociales; el Presidente se equivoca, cuando confía en la lealtad del núcleo duro de quienes le siguen, mientras que —en los hechos— actúa de forma distinta a lo que ha venido proclamando desde la campaña.
El pueblo se equivoca, también: en algunas ocasiones, la coyuntura temporal no permite advertir, a la mayoría del electorado, el abismo en el que se sumerge al seguir la opción más vistosa, la más sencilla, la más digerible. La que otorga un mayor número de recompensas inmediatas —más trending topics en redes sociales— mientras que no ofrece soluciones reales y los problemas continúan ahí, sin resolverse. La que supone a los proveedores de información —la prensa convencional— como un enemigo, mientras ofrece datos alternativos; la que supone que el mero acceso al poder —y los índices de aprobación— constituyen una justificación —más que suficiente— como para realizar la purga, en redes sociales y medios de comunicación, de quienes no piensan de la misma manera.
Una purga a la que estuvo dispuesto —y está afrontando— el senador republicano por el estado de Utah, Mitt Romney, quien lo entendió perfectamente: el Presidente se equivoca y —a veces— el pueblo también. Como lo expresó hace unos días en su voto particular, asentando la voz de una razón dispuesta a opinar más allá de lo políticamente correcto —y lo políticamente aceptado— y fuera de las esferas de sus propios intereses, de su propio partido, con un planteamiento capaz de asentar los asuntos importantes en blanco y negro. Hay cosas que son correctas, con independencia de los índices de aprobación presidencial; hay otras, sin embargo, que no lo son.
El proceso norteamericano continúa, y habrá de tener su desenlace en una democracia que ha probado su madurez, al establecer los diques graduales a quien no es sino un dictador en ciernes y que ahora —más que nunca— paladea las mieles del poder absoluto. Un poder que, sin embargo, no sería tan costoso para un presidente latinoamericano cualquiera, con sus propios resentimientos y cuentas por cobrar; un poder que, tampoco, sería tan evidente en proclamar su lucha en contra de una mafia en el poder que no existe sino en su imaginario; un poder que, en absoluto, sería tan amargo para quien estuviera acostumbrado a repeler las críticas —como lo hacen, entre sí, los aviones— cada día, tempranito por la mañana. Un poder dictatorial y —en los hechos— casi absoluto, que no se utilizará para construir un futuro mejor, sino para enterrar a los adversarios del pasado personal; un poder que no adoptara a su propio partido, y terminará por dejarlo a la deriva. Un poder con un poder de manipulación, en redes sociales, capaz de aplastar a la disidencia. Un poder para el que, en México, no existe un Mitt Romney.
Un poder que tuviera, en el hombro, a un diablito que le aconsejara. “Hoy no te preocupes de lo que está pasando: mejor diles que te vas a reelegir. No, mejor diles que vamos a organizar una rifa y luego vemos cómo le hacemos. Vas a ver cómo se enojan…”. El Presidente podría hacerle caso, si quisiera: si fuera así, sin embargo, el Presidente se equivoca. Y sería preciso —tan sólo— quitarse la venda de los ojos para advertirlo. Información Excelsior.com.mx