Por Víctor Beltri
La semana que inicia será recordada, para la posteridad, como aquella en la que comenzó el desenlace del periodo turbio y desafortunado que, para la historia norteamericana —y la de la democracia moderna—, ha representado la llegada de Donald J. Trump a la presidencia de Estados Unidos.
Un desenlace para el que todas las cartas están sobre la mesa, en una partida cuyas repercusiones podrían llegar, incluso, a la defenestración del hombre más poderoso —y soberbio— del mundo, y a la que se sientan los jugadores que tienen injerencia —e interés— real en el proceso. Lo que habíamos visto, hasta ahora, no habían sido sino escarceos: el juego, a partir de este momento, ha cambiado por completo.
Por completo. El inicio del proceso que podría llevar al impeachment del presidente norteamericano es irreversible, y sus consecuencias a corto, mediano y largo plazos son impredecibles, en una coyuntura en la que los participantes se han embarcado en una apuesta de la que, sin importar lo ocurrido en el pasado, sólo puede resultar un ganador en la mesa. Esta vez es todo por el todo.
Todo por el todo. Las acusaciones en contra del presidente norteamericano son claras, y la evidencia se sigue acumulando en torno al intento de extorsión, para obtener el apoyo de gobiernos extranjeros, en contra de uno de sus adversarios políticos. La respuesta del mandatario ha sido errática, por decirlo con amabilidad, y la falta de estrategia ha tenido como consecuencia una serie de errores de comunicación, suyos y de sus abogados, que no han hecho sino complicar la defensa de lo indefendible.
Trump está acorralado, y las decisiones que toma en el momento más difícil de su vida no muestran sino a un anciano arrogante y desesperado, que se sabe débil y trata de evitar la amenaza que enfrenta de la única manera que conoce, y extorsiona al Presidente de una nación que necesita su apoyo, de la misma manera que lo haría —como lo ha hecho— con cualquier inquilino que le estorbase. Trump se sabe con la bota al cuello, y más aún cuando, a los problemas internos, se suman los externos. Los supuestos avances para lograr el desarme total de Corea del Norte han quedado suspendidos en las últimas horas, y las intenciones poco democráticas del presidente de Estados Unidos han quedado develadas por el líder menos democrático del mundo y, para más inri, acaba de sufrir la primera deserción entre los senadores republicanos. Lo que sigue, a partir de ahora, no será sino un aluvión de acontecimientos.
Un aluvión que podría ser más caudaloso de lo esperado. La legislación norteamericana es clara y, ante la posible —probable—ausencia del presidente, la línea de la sucesión caería, primero, en el vicepresidente en funciones y, después, en quien ocupe la presidencia de la Cámara de Representantes: en este caso, Mike Pence y Nancy Pelosi, respectivamente. Es ahí, en esos cuartos de guerra, en donde se plantea la batalla por el poder que se aproxima.
Trump está quemado políticamente: tanto Pence como Pelosi lo saben bien. Los dos tienen oportunidades para llegar a la presidencia: los dos habrán de enfrentar retos —y tener la convicción absoluta— para lograrlo. Pence, sin embargo, está tocado por Trump, quien parece estar dispuesto a arrastrarlo en su caída. Investíguenlo también, afirmó a los medios: lo que venga, de ahora en adelante, es un juego completamente distinto. La política estadunidense ha pasado, en un momento, del juego por el gobierno al juego por el poder. Y el juego comienza, precisamente, hoy. Información Excelsior.com.mx