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El título literario como otra de las bellas artes

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Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, intituló la novelista experimental cubano mexicana Julieta Campos a una de sus obras. Luego, o antes, vino un polaco a informarnos que en alguna región de Centroamérica se encontró a Cristo con un fusil al hombro; se llama Ryszard Kapuscinski y aparentemente atestiguó algunos de los momentos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, como la independencia de Angola o la muerte del autoestimado generalísimo Francisco Franco, más bien un criminal de lesa humanidad.

El periodista mexicano Rafael Cabrera plagió a su sujeto de investigación para titular su reportaje sobre Elena Garro: Debo olvidar que existí, delicia nostálgica indiscutible entre las delicias nostálgicas, donde las haya.

El periodista de izquierda John Reed acertó como pocos en el tiernísimo oficio sugerente y propiciatorio de nombrar obras con su crónica Diez días que conmovieron al mundo, sobre el asalto bolchevique al Palacio de Invierno de San Petersburgo.

La olvidada, priista y maravillosa novelista María Luisa La China Mendoza, autora del lirismo mezclado con mojigatería de su natal Guanajuato, nos ofrendó un tesoro de acierto antologable con aquella canción sobre la matanza de Tlatelolco editada por Joaquín Mortiz: Con él, conmigo, con nosotros tres.

Su tocaya, María Luisa Puga —“hija de su Puga madre”, dicen que le decían—, también titulaba bellísimamente sus reflexivas y áridas novelas, como deja ver la inaugural: Las posibilidades del odio.

Luisa Josefina Hernández escribió tanto que algunas veces ganó el concurso silencioso e ilocalizado del título más hermoso del ejido, con aquella Carta de navegaciones submarinas, seguida de la Nostalgia de Troya.

Homero Aridjis se anota un gol con aquel tierno y cotidiano Mirándola dormir; Josefina Vicens nos interroga en permanencia desde El libro vacío; otra vez Garro nos retrata su emergencia emocional mientras anuncia que Andamos huyendo, Lola; José María Arguedas nos recuerda que la literatura es la delicia de la invención de geografía voluntariosa desde El zorro de arriba y el zorro de abajo; Pedro Lemebel insinúa el intimismo facultativo de su crónica callejera altamente sentimental con La esquina es mi corazón; Salvador Elizondo acertó cinematográficamente con su Farabeuf o la crónica de un instante; Italo Calvino adelanta las reglas del juego con su condicional e inconcluso, seductor por sugerente, Si una noche de invierno un viajero; Juan José Arreola sintetiza su credo, arte poética, en el Confabulario; Pablo Neruda presume su ubicuidad suntuosa y autoproclamada desde el Canto general o la Residencia en la tierra, mientras invita a la mueblería lúdica del pie desde su niño en el Estravagario, y Ricardo Garibay nos cuenta el final de su propia novela desde el anuncio en la portada en torno a La casa que arde de noche.

Está el clásico de la prosodia, no por revisitado menos eficaz, de Gabriel García Márquez, con aquella La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, seguido del resto de sus aciertos siempre parodiados en uno y otro rincones del oficio periodístico.

Sobre este tópico: el del título como la síntesis de la convocatoria, la antesala del deambulatorio fundacional, la consagración de la sugerencia, mi amigo Rodolfo Ruiz escribió incluso un poema que juega a imaginar obras, de alguna manera ya escritas en la imaginación con apenas enunciarlas, con apuntar bosquejos. Muy a lo Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.

Y ya, y nada más: me permito esta larga, caprichosa, antojadiza e insuficiente lista para proponer la defensa, conforme a ejemplo, de que la invención de la escritura, cuando es verdadera, supone subvertir el mundo, la fabricación de lo inusitado, el desafío contra la comodidad para llevar el placer hacia la transformación que mira todo con hermosura añadida porque lo mira por primera vez.

Otro de los poderes de la propuesta.

Información Radio Fórmula

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