Por: José Elías Romero Apis
Ya Jesús de Nazareth había proclamado una religión ecuménica para todos los humanos sin distingos ni exclusiones. “Dad a Dios y al César lo que es de ellos” fue la primera separación entre Dios y el Estado. Más tarde, San Pablo concretizaría esa enseñanza y llevaría la creencia cristiana a todos los pueblos que le fue posible.
Pero, al consumarse la revolución política, quedó en claro que los hombres no son eternos, que no son absolutos y que no son infalibles. Con ello nació la “república”, el “constitucionalismo” y la “libertad” como principios políticos.
Por eso, un día como el de hoy, hace casi dos mil años, hubo la más alta de las reuniones cumbre que registra la historia del hombre. En la mañana de ese día de primavera, que hoy los católicos conocen como el Viernes Santo, en tres ocasiones se reunieron un iluminado y joven rabí judío con un astuto y preocupado procurador romano.
Para el pensamiento del mundo occidental, ese novel profeta no era tan sólo el más humilde y más solitario hombre del más pobre y más dominado pueblo de la Tierra. Era, ni más ni menos, el único hijo de su Dios, convertido en hombre. En términos de poder, era el hombre más poderoso que haya pisado la faz del planeta. El unigénito del dueño del universo y de la vida, porque ese Dios había creado la vida y el universo para que desaparecieran el día que su dueño lo decidiera. Por contradecirlo y afirmar que el universo es eterno, los católicos quemaron a Giordano Bruno en las piras de la Inquisición.
Queda en claro que todos los demás mortales, todas sus riquezas y todos sus reinos son minucias irrelevantes ante el poder de ese heredero, llamado entonces Jesús de Nazareth y hoy conocido en todo el mundo como el Cristo, el Salvador y el Mesías.
Pues bien, durante su corta vida de tan sólo 33 años, Jesús nunca se reunió con algún mortal más importante que aquel que esa mañana lo interrogó en dos ocasiones y que, en la tercera, permitió que la hez sanedreica lo llevara al martirio de la crucifixión. Para el Cristo, Poncio Pilatos fue la más cercana representación que tuvo del mayor poder terrenal. Era el representante del dueño del mundo, entonces llamado Claudio César Tiberio y apodado El Divino. Ese infausto día, el más doloroso de la historia y de cada año para los miles de millones de cristianos que han vivido en 20 siglos, quedaron frente a frente el Hijo de Dios y el representante del César.
Por eso digo que, bajo esa óptica, el Congreso de Viena, la Cumbre de Teherán y otros mil coloquios pierden todo su sentido y su importancia.
El tema del poder, tratado por el nazareno y el romano, todavía perturba el pensamiento filosófico y político de los seres humanos. Su arameo, su latín y todos los idiomas inventados desde entonces no nos han dejado en claro lo que quisieron decir.
Cuentan las escrituras que, en algún momento, debatieron. Pilatos advirtió al prisionero que no callara porque “tengo tu vida en mis manos y sólo yo puedo salvarte”. Le exhibió su enorme poder. A esto, el acusado respondió: “No tienes nada en tus manos. Todo tu poder viene de más arriba. Todo está decidido y tú no puedes cambiar nada”.
En efecto, nada pudo cambiar. No obstante que la acusación y los acusadores le repugnaban, Poncio Pilatos consintió con ellos. En ese tiempo, el poder político imperial en mucho se parecía al poder divino celestial. Era absoluto por ilimitado. Nada tendría que explicar, justificar, razonar, convencer o disculpar para salvar o para matar a este o a cualquier otro hombre. Pero, de la manera más inexplicable, esa mañana, por única vez en la historia, Roma fue miedosa y se volvió impotente. Cedió su poder por unos cuantos minutos y eso la ha cuestionado por toda la eternidad.
Como lo había dicho el nazareno, nada se podría cambiar porque a Él no lo sentenciarían Roma ni Judea ni otra nación. A Él lo había sentenciado su Padre, el único con poder para ello y, contra eso, no había recurso ni salvación posibles.
Por ese doloroso día los hombres nos hemos salvado en el más allá y en el más acá. Ya no estamos juzgados de antemano ni estamos condenados de por vida. A nosotros sí nos concedieron los privilegios del perdón y, por todo ello, no moriremos para siempre. Frente a eso, todo lo demás es secundario y hasta insignificante. Fue lo que medité en esta Semana Santa. Si cree en ello, espero que algo bueno cambiará para usted y que dejará de preocuparse por lo irrelevante.
Que así sea.
Twitter: @jeromeroapis
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