Por Pascal Beltrán del Río
Hay ocasiones en que la valentía y la perseverancia de una sola persona pueden marcar la diferencia y mejorar la vida de una comunidad entera.
Letizia Ruggeri (Milán, 1975) es una fiscal italiana que recibió un bautizo de fuego como parte de un equipo que investigaba los asesinatos de la mafia en Sicilia. En 1999, Ruggeri fue enviada a la provincia de Bérgamo, en el otro extremo del país. Allí se daría a conocer por la forma en que resolvió la desaparición y asesinato de la jovencita Yara Gambirasio, un crimen ocurrido hace 11 años y que conmovió a toda Italia.
La historia ha sido convertida en película por Netflix –Yara, estrenada este mes en esa plataforma–, y es relevante para países como México, que padecen gran cantidad desapariciones y asesinatos, así como la debilidad del Estado de derecho.
La tarde nevada del 26 de noviembre de 2010, Yara, de 13 años, nunca regresó a casa. Había ido al gimnasio, donde practicaba baile. El pueblo organizó una búsqueda masiva de la adolescente, que resultó infructuosa. Tres meses después, un aficionado de aviones a control remoto encontró por casualidad su cuerpo en un campo de cultivo a 10 kilómetros de donde había sido secuestrada. La autopsia reveló que el asesino, después de ultrajarla, la abandonó creyéndola muerta, pero la razón de su deceso fue hipotermia.
Dedicada desde el inicio a resolver el crimen, la fiscal Ruggeri tuvo que sobreponerse a un hecho vergonzoso que casi tira el caso. Una intercepción telefónica mal traducida llevó a la detención de un albañil marroquí, quien fue bajado de un barco en el Mediterráneo. Para cuando se aclaró que él nada tuvo que ver, la xenofobia ya había aparecido.
Sin embargo, tuvo la entereza de seguir adelante con la investigación. Emprendió una campaña para recolectar muestras de ADN a fin de compararlas con el semen que fue encontrado en la ropa de Yara. Al final, serían más de 22 mil muestras, lo que implicó un gasto muy fuerte de recursos públicos, lo cual también fue motivo de críticas.
Dar con el culpable representó un reto científico. Una de las muestras tomada a un joven que había asistido a un centro nocturno ubicado en los alrededores del lugar donde fue encontrado el cadáver, dio positivo como familiar del potencial asesino. El rastro llevó a un tío suyo, fallecido en 1999, cuyos hijos dieron negativo a la prueba.
La hipótesis es que el hombre había tenido otro hijo, producto de una relación extramarital. Como había sido operador de transporte público durante varios años, la fiscalía convocó a las usuarias de una ruta de autobús a hacerse la prueba de ADN y, entre ellas, apareció la madre del sospechoso.
La policía puso vigilancia especial a Giuseppe Bossetti, un albañil que trabajaba en la misma obra que el padre de Yara; aprovechó que ella lo conocía para ofrecerle un aventón en su camión materialista. Para obtener su ADN, se fingió un operativo de alcoholemia. Una vez confirmada la identidad del presunto asesino, éste fue detenido. La resolución del caso, en julio de 2014, llegó cuando el periodo de la investigación estaba a punto de prescribir. Dos años después, Bossetti
–quien sigue negando que él sea el asesino– fue condenado a cadena perpetua, sentencia que ha sido confirmada.
La razón de que haya alguien tras las rejas en este caso se debe a la decisión de la autoridad de no dejarlo impune. En México no existe esa decisión. Aquí, matar a un niño no cuesta. En el primer semestre de este año –de acuerdo con datos de la organización Causa en Común– fueron asesinados 317 menores de edad, casi tantos como en todo el año pasado (364). Y desde 2015 ha habido más de 6 mil casos de homicidio de niñas, niños y adolescentes. Además, hay más de 15 mil menores desaparecidos.
El caso de Yara muestra que una autoridad convencida del rol que le toca realizar puede marcar la diferencia. No debiéramos estar aquí condenados a una impunidad que sirve de combustible al crimen. Es una desgracia para todos que en México no haya finales con justicia. Las cosas como son. Información Excelsior.com.mx