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La envidia es una emoción de lo más común a la que le prestamos menos atención de la que se merece; al menos en las ciencias sociales, en particular en el análisis político. Al ser una emoción, y por lo tanto, tener un alto componente subjetivo, suele asociarse más con el chismorreo y con la descalificación —la típica expresión: ¡seguro me dice eso porque me tiene envidia!— y menos con el orden político, a pesar de que tiene un papel importante en éste.
La palabra envidia viene del latín invidere, que significa “poner la mirada sobre algo”, razón por la cual, según varios estudiosos del término, se asocia con el famoso “mal de ojo”. Pero la envidia no se trata sólo de mirar, sino de hacerlo con un deseo muy difícil de satisfacer, lo que provoca que la mirada sea hostil. En su diccionario, Sebastián de Covarrubias, define a la envidia como un dolor en el pecho, producto del bien y de la prosperidad ajena: “porque el envidioso clava unos ojos tristazos y encapotados en quien envidia”.
Curiosamente, la envidia está emparentada con la admiración, la cual, según Ivonne Bordelois, es una mirada que permite “disfrutar de todas las cualidades” del objeto ajeno. Así, la envidia es una forma de admiración —pues se reconoce las cualidades virtuosas ajenas— que se degrada y se convierte en un malestar provocado por no tener o no ser como lo que se desea. Algunos filósofos afirman que la admiración es la raíz de la sabiduría y del amor en el pensamiento socrático. De ser esto cierto, la envidia entonces sería la raíz del odio.
La envidia puede ser un obstáculo para la generación de lazos sociales, pero a su vez puede ser el elemento determinante para la constitución de ciertos grupos. En la psicología de masas, Freud explica que el dolor, producto del objeto negado, puede generar empatía entre todos aquellos que comparten esa sensación. Él lo ejemplifica con una multitud en un concierto, que yo describo así: los fans de una estrella de pop están hermanados por el amor que comparten hacia ésta. Si durante un concierto un fan sube al escenario por invitación de la estrella, en un primer momento causará admiración entre los presentes, pero, si después de un tiempo, además, es alabado por la estrella en cuestión y le regala, por decir algo, su camiseta, el resto de fanáticos transformará su admiración en envidia: “Ojalá fuera yo”.
Esto mismo pasa con las cualidades personales que en un primer momento pueden ser admiradas y en un segundo momento envidiadas. Algunos grupos y sociedades logran cohesionarse desde la envidia, convirtiendo su amor en odio. En palabras de Freud: “así, el compañerismo, el espíritu de cuerpo, etc., se derivan también, incontestablemente, de la envidia primitiva. Nadie debe querer sobresalir; todos deben ser y obtener lo mismo”.
Por esta razón, la envidia puede ser desmovilizadora y, por tanto, antirrevolucionaria. Las sociedades y los grupos que se constituyen desde la envidia prefieren la uniformidad, la falta de innovación y de desacuerdo. En este sentido, la envidia puede favorecer al statu quo y ser profundamente conservadora. Un movimiento político basado en la envidia no logra transformar el orden existente, sino que disfruta de sus privilegios, pues busca satisfacer el banal deseo: “ojalá fuera yo”.
En gran medida, toda organización social se basa en administrar el régimen de las envidias y el oficio político de entenderlo y sortearlo. El reto de nuestras sociedades es construir un orden que no tienda al individualismo recalcitrante, pero tampoco que tienda a la servil uniformidad que produce “el mal de ojo”; construir un orden más bien igualitario. Supongo que en alguna parte hay un orden de este tipo, y si es así, qué envidia.
Información Radio Fórmula