Por Ángel Verdugo
Una de las enseñanzas que nos ha dejado la globalidad y la apertura de las economías, es la necesidad de reducir al máximo —cuando no eliminar—, el conflicto en el seno de toda sociedad. El conflicto puede ir desde los movimientos seudoguerrilleros que en los tiempos que corren pretenden cubrir delitos del orden común con una pátina justiciera y reivindicatoria, hasta los pleitos entre los integrantes de la clase política.
El conflicto, cualquiera que fuere su carácter, origen y justificación, eleva los niveles de incertidumbre y desconfianza que inciden negativamente en los niveles de inversión y la creación de fuentes de empleo permanente. Por otra parte, el mantener los conflictos de manera permanente sólo conteniéndolos, estimula la pérdida de la confianza institucional y el surgimiento de grupos que hacen del delito su actividad prácticamente única.
Finalmente, el conflicto genera más corrupción y por ende, la impunidad de quien viola la ley de una u otra manera.
En esas condiciones, la pregunta surge incontenible: ¿por qué entonces hay políticos —sean éstos gobernante, funcionarios o legisladores y dirigentes partidarios—, que viven del conflicto permanente, que han hecho de aquél la fuente primaria de su permanencia en el poder?
La razón es simple: la división en el seno de la sociedad la debilita y, es ahí donde el manipulador de los conflictos gana. Es, como consecuencia de esa división y la desconfianza en el otro, lo que encumbra al que se pretende presentar como el salvador de esa sociedad; el que media y con su visión justiciera, resuelve —supuestamente—, todo tipo de conflictos.
La verdad es otra; no únicamente no resuelve los conflictos, sino que los estimula porque, siempre beneficia a una de las partes en detrimento de la otra y, curiosamente el beneficiario no es el que tiene la razón sino el que manifiesta apoyo acrítico al político manipulador.
La apertura de las economías y la globalidad han demostrado, fehacientemente, la utilidad de mantener un país como zona libre de conflictos. La confianza y la tranquilidad resultante, impulsa y estimula la inversión y el empleo, así como un mejor nivel de vida para todos.
¿Por qué digo lo anterior? Por lo que vemos y padecemos hoy en algunos países de América Latina —para no irnos a otras regiones del planeta—; Venezuela, Nicaragua y Bolivia, entre otros —donde México está incluido—, son vivos ejemplos de la división en la sociedad, producto del conflicto permanente.
Maduro, Ortega, Morales y López son ejemplos vivos de políticos que atizan el conflicto de manera permanente; siempre necesitan de un adversario, de un blanco que resume todos los males y hacia él dirige su palabra y sus actos. No les interesa reducir el nivel de conflictividad sino por el contrario, elevarlo; dividir más y de manera más profunda.
Es ahí donde él gana, donde se exhibe como salvador; es el que se pone por encima de los mortales y dice mediar; sin embargo, pronto sus verdaderas intenciones son exhibidas, pero eso ya no le afecta; es de tal magnitud su influencia y poder, que las críticas por su visión y conducta, lejos de debilitarlo, lo fortalecen.
Es en ese ambiente perverso donde se han dado los cambios constitucionales para perpetuarse en el gobierno, para pasar por encima de la voluntad popular y devenir, con el apoyo de los seguidores, un autócrata y dictador.
¿Qué pasará en México? Esperemos que la sociedad desenmascare al que sólo actúa para dividir. Información Excelsior.com.mx