Por Pascal Beltrán del Río
Lo que enardece al país, a sus mujeres, a sus jóvenes, a los padres de hijos con cáncer y a muchos mexicanos más, es una misma cosa: el hecho de que quienes intencionadamente causan daño a los demás no paguen las consecuencias legales por sus actos.
Eso se llama impunidad.
Es la ausencia de la ley, la verdad que no llega a conocerse por la indolencia de quienes deben aplicarla. Es la indefensión de las víctimas, las cuales, cuando no son asesinadas, se quedan rumiando la rabia de que sus victimarios se salgan con la suya, y cuando lo son, dejan atrás a seres queridos que no saben por dónde comenzar para hacerles justicia.
La violencia de género y su peor expresión, el feminicidio, sí son producto de una cultura machista milenaria, pero lo son más aún de la falta de voluntad de las autoridades para sancionar a los victimarios.
La mejor prueba de lo que digo es que, en medio de la indignación social por casos recientes de violencia contra las mujeres —los feminicidios de Abril, Ingrid y Fátima—, sigan produciéndose golpizas, raptos, violaciones y ataques mortales contra ellas. Ninguno de esos victimarios parece tener miedo.
El mejor antídoto contra el machismo es que los machos no se sientan legalmente inalcanzables. Que la autoridad persiga cada delito contra las mujeres y lleve al victimario a la justicia. ¿Cuántos hombres se atreverían a vejar a una mujer si supieran que el gravísimo hecho será sancionado?
La marcha de ayer, en el marco del Día Internacional de la Mujer, ha sido histórica. No me cabe duda de que se quedará en nuestra memoria colectiva como la fecha en que las mujeres dijeron ya basta. Ni una muerta más, ni una más.El país está herido. Porque todos los días matan a diez mujeres y casi ninguna de esas muertes acaba con el responsable en la cárcel. Y lo mismo pasa con las agresiones sexuales y los desfiguramientos con ácido y con gasolina.
Miles y miles de mujeres salieron a las calles a demandar que se acaben esos actos, para que puedan vivir su vida sin que corran el peligro de que las lastime un gañán, el cual, muchas veces, paradójicamente, resulta ser el hombre que les juró amor.
Lo mismo pasa con los jóvenes que, la semana pasada, salieron masivamente a las calles de Puebla y otras ciudades del país para denunciar el asesinato de tres estudiantes de medicina el pasado 23 de febrero. Tres jóvenes y un conductor de Uber, que nada hacían fuera de lo normal, terminaron muertos.
Nuevamente, quienes los asesinaron apostaron a que el hecho de acabar con sus vidas y dejar sus cuerpos tirados en descampado se toparía con la negación de la justicia. Y, seguramente, eso habría pasado si los universitarios no hubieran reaccionado. Esas cuatro muertes serían una estadística más; cuatro casos entre los 90 homicidios dolosos que ocurrieron ese domingo en el país.
¿Cuál es la lección ciudadana? Que uno no se puede quedar cruzado de brazos. Si se quiere justicia, hay que salir a la calle a exigirla. Eso vale para las mujeres, para los jóvenes, para los padres de niños con cáncer y para todas y cada una de las víctimas.
Las autoridades están en otro tema. Salvo excepciones, están preocupadas en mantener e incrementar su poder. Sin movilizaciones, no se sentirán obligadas de responder a los ciudadanos.
Vea el caso de la pequeña Fátima: nada hicieron hasta que habitantes de Tláhuac localizaron los restos de la niña y se puso en marcha una serie de bloqueos callejeros.
Por eso es tan importante lo que ha ocurrido en días recientes. Muestra una sociedad viva y exigente, sabedora de que, hoy en día, la única justicia posible en México es la que se gana en la calle.
Pero también hay allí otra lección: en el largo plazo necesitamos construir una convivencia regida por leyes que se apliquen sin distinciones, una que no dependa de la reacción de las autoridades ante las movilizaciones, sino que de inmediato se ponga en marcha cada vez que matan a una mujer o a un joven y cada vez que un niño es dejado sin el medicamento del que depende su vida.Información Excelsior.com.mx