Jorge Fernández Menéndez
Fue hace exactamente 19 años. Era el primer domingo de junio del 1998, en la elección de Zacatecas que ganó Ricardo Monreal. Una elección dura, competida. Me tocó cubrirla para MVS (donde tenía un programa de televisión) y para mi columna en El Financiero.
Fue un día frenético, donde tuve una larga reunión con Monreal en la que acordamos que ganara o perdiera, su única aparición televisiva, en el hotel Quinta Real, donde se concentraba toda la cobertura y los medios, sería conmigo. Así fue, Monreal es un hombre que suele cumplir con su palabra.
El fin de semana siguiente me sorprendió ver en la revista Proceso, una larga entrevista con López Obrador, entonces presidente del PRD que reproducía una conversación telefónica que yo había mantenido con Emilio Gamboa Patrón. Lo había llamado a Emilio desde Zacatecas, a eso de las cinco o seis de la tarde para preguntarle si tenían tendencias de cómo iba el proceso electoral. Mientras hablaba conmigo, Emilio hizo un aparte y dio instrucciones a algún colaborador suyo sobre el cierre de las casillas en el estado que escucharon claramente. Nada trascendente. Pero en la revista se decía, lo decía López Obrador, que esa grabación era la prueba de cómo se había preparado el fraude. Era evidente que López Obrador había hecho espionaje telefónico en mi contra y había utilizado esa grabación para sus propios fines.
En esa época, Andrés Manuel todavía recibía a quienes tenían diferencias con él. Pedí una cita para reclamarle, y me dijo que no me preocupara, que habían grabado a muchos para “impedir el fraude” y me regaló como recuerdo la cinta con mi grabación telefónica. Que yo recuerde, y lo escribía ayer Pablo Hiriart, era la primera vez que se hacía espionaje telefónico a un periodista, se divulgaba abiertamente y como sucedería después en innumerables ocasiones, no pasaría nada. El fin, diría
Andrés Manuel, justifica los medios.
Dejemos atrás esa historia. Hace unos pocos meses, me reuní con unos buenos amigos empresarios regiomontanos en la ciudad de México, casualmente simpatizantes de López Obrador. En la plática, alguno de ellos había citado a un agente de una empresa de seguridad israelí que venía a ofrecerles un sistema de escuchas e intervención telefónica que podía extender a los números que quisieran, se pagaba por número intervenido además de comprar el equipo básico. Explicó someramente que habían tenido mucho éxito entre empresarios y políticos. Creo que alguno de mis compañeros de mesa quedaron con él para cerrar el negocio poco después.
La intervención telefónica en México es masiva, la realizan políticos, empresas, personajes públicos, gobiernos en todos sus niveles, partidos políticos. Se espía a periodistas, socios y adversarios políticos y empresariales, pero también a artistas y personajes de todo tipo. Existe una ley que castiga tanto el espionaje telefónico como la divulgación del mismo. Obviamente, la ley nunca se ha aplicado ni hace 19 años cuando López Obrador intervino mi teléfono en Zacatecas, ni hoy, en ningún caso. Las compañías de seguridad que ofrecen ese servicio son innumerables. Algunas nacionales y otras internacionales. Se puede comprar equipo para intervenir llamadas sin ningún control, por internet o en las numerosas tiendas como SPY Shop, ya sea en Madrid o Nueva York. Creo que también tiene sucursales en México.
Por eso, entre otras muchas razones, es absurdo y desconcertante el reportaje de The New York Times que retomó rápidamente El País, sobre el espionaje telefónico en México, con un programa llamado Pegasus que, supuestamente, sólo se puede utilizar para intervenir teléfonos de delincuentes o terroristas, contra un puñado de periodistas y miembros de ONG. El reportaje no tiene una sola fuente, ninguna, y reconoce explícitamente que no puede atribuir esas intervenciones telefónicas al gobierno federal, pero línea seguida afirma que sí ha sido el gobierno por el perfil de los espiados, o sea porque a los autores se les ocurre. Hace dos meses, Mario Patrón, del Centro Pro fue con el NYT para presentarles la historia, se la rechazaron porque no tenía bases. Regresó con la misma historia, pero agregando el nombre de un grupo de periodistas como Carmen Aristegui y Carlos Loret, y entonces ya la vieron atractiva y la publicaron. El problema es que sigue siendo una historia sin fuentes, sin posibilidad alguna de comprobarla.
No dudo que Carmen, Carlos, y decenas de periodistas tengamos nuestros teléfonos y cuentas de mail intervenidas por quien sea. Conozco empresas muy grandes que tienen departamentos completos de seguridad e inteligencia que se dedican, entre otras cosas, a esa labor. Lo sabemos todos. Tanto lo sabemos que todos los periodistas hemos usado, por lo menos una vez, alguna información proveniente de una filmación o grabación que proviene de una fuente ilegal. En las campañas electorales es cosa de todos los días y proviene de innumerables fuentes. Es la norma en los programas políticos y de espectáculos y en muchos deportivos. Nadie puede llamarse a engaño, como nadie puede asombrarse de que lleguen a sus teléfonos o correos, mensajes que evidentemente intentan infectarlos, y eso ocurre con todo y todos.
Pero victimizarse y pensar que se pueden gastar cientos de miles de dólares para intervenir el teléfono de una periodista o de su hijo adolescente, de un funcionario de una ONG y su esposa, que por cierto intervienen bastante poco, o nada, en temas políticos estratégicos, o a los padres de los 43 que todo mundo ya sabe qué van a decir y cómo van a actuar, es ridículo.
El espionaje telefónico es una realidad, extendida, añeja, que llega a todo y a todos, que queda además impune, en todos y cada uno de los casos, pero inventar ahora una trama de espionaje gubernamental, sin una sola fuente, de un puñado de “espiados” con programas sofisticados que en realidad son accesibles para cualquiera que tenga la intención de usarlos y dinero para comprarlos, es una fake news de esas que, con toda razón, The New York Times combate, día con día, en su enfrentamiento contra
Donald Trump. Información Excelsior.com.mx