Por Celia Soto
“¿Usted cree que su candidatura a la Vicepresidencia como mujer y mujer negra pueda producir cambios?”, preguntó recientemente la conductora del programa 60 Minutes, Norah O’Donnell, a Kamala Harris. “Sí, lo creo, porque cambiará la percepción de lo que las personas pueden hacer… y liberará del peso del pasado a los jóvenes”, respondió Harris. La percepción, esa referencia de nuestro rol en la sociedad que heredamos del pasado y que nos dicta qué podemos hacer y qué nos está vetado es lo que cambia con experiencias que amplían esos límites, como la lucha feminista o la lucha contra el racismo. Nelson Mandela cuenta en su autobiografía El largo camino hacia la libertad cómo se hizo añicos la percepción que tenía del limitado papel de los negros en un futuro gobierno para Sudáfrica. Cuando tenía 44 años viajó clandestinamente a Etiopía, donde Haile Selassie era emperador: “Por primera vez en mi vida veía soldados negros bajo las órdenes de generales negros, ante el aplauso de líderes negros que eran todos huéspedes de un jefe de Estado negro. Fue un momento embriagador. Esperaba que fuera un anticipo de lo que el futuro había de deparar a mi propio país”.
Este 3 de noviembre, el electorado estadunidense pondrá a prueba nuevamente la característica quizá más importante de una democracia: la capacidad de autocorregirse. No tengo duda del inminente triunfo de la candidatura de Joe Biden y de su compañera de fórmula Kamala Harris. Dependiendo de qué tan contundente sea el triunfo demócrata en el Colegio Electoral y aún en el voto popular, habrá espacio político para que Donald Trump monte su anunciado repudio a los resultados electorales. Un triunfo aplastante con una alta participación electoral restará credibilidad a cualquier intento de berrinche del actual ocupante de la Casa Blanca. Si los demócratas afianzan su mayoría en la Cámara de Representantes y la recuperan en el Senado, la tarea de reparación del inmenso daño hecho por el gobierno de Trump a la democracia norteamericana podrá tener un camino menos tortuoso, pero no por ello menos largo y lleno de obstáculos. La candidatura de Donald Trump hizo salir a la superficie, sin complejos ni vergüenzas, a un electorado orgulloso de su racismo, partidario de la violencia armada contra migrantes y personas de color, partidario de negar derechos a las minorías LGBT y a las mujeres. En pocas palabras, partidario de la permanencia de una versión estadunidense del apartheid contra las minorías raciales con las que se siente muy cómodo y cuya temida disolución le amenaza en extremo.
Es por ello, por la existencia de bases reales de apoyo entre el electorado y muy especialmente en medios de comunicación, que la reelección de Donald Trump podría significar, como lo han advertido muchos, un paso firme hacia la instalación de un régimen con características francamente prefascistas y la destrucción paulatina, pero sistemática, de la democracia norteamericana. De hecho, no sabremos si la derrota de Donald Trump fue posible gracias a la pandemia del covid-19. O si la contundencia del triunfo demócrata (si en efecto resulta abrumador) fue sólo por el pésimo manejo trumpiano a la pandemia. Qué ironía tan macabra tener que agradecer a la pandemia, con su secuela de centenas de miles de muertes innecesarias, por liberar a Estados Unidos y al mundo de una peste peor, como la de gobernantes como Trump.
Los retos de un gobierno Biden-Harris son gigantescos. Dar un trato responsable y basado en evidencia científica a la pandemia que, por cierto, se desborda hacia nuestra frontera norte; cuidar de la recuperación económica; reparar las relaciones con gobiernos e instituciones aliadas repudiadas por Trump: aliados europeos, Acuerdo de París, Unesco, Acuerdo 5-1 con Irán y otros. Pero más urgente será volver los ojos al daño al tejido social norteamericano. No sólo en términos de la oferta de salud y servicios, sino reanudar el trabajo de cicatrización de la profunda herida que ha dejado el pasado esclavista en ese país y que se revela en el trato despiadado de policías locales contra negros y migrantes y en las oportunidades disminuidas a esas minorías.
Para nosotros la lección es clara: nada es para siempre. A la democracia hay que cuidarla porque ni en la cuna contemporánea de ésta, Estados Unidos, está segura. Jurar guardar la Constitución sobre la Biblia en Estados Unidos de poco sirvió con Trump. Jurar guardar y hacer guardar la Constitución en México ha sido más retórica que realidad en este gobierno. La tarea es de nosotros los ciudadanos. Información Excelsior.com.mx