Por: José Buendía
El espionaje de los gobiernos es aceptable para los “halcones” policiacos que desde su interior lo ven como mal necesario, pero rechazado por políticos y funcionarios que creen en los límites de su uso para preservar el Estado y la ley como defensa de libertades. En todo caso, la única justificación mínima posible para ambos es enfrentar al crimen organizado o al terrorismo. Pero cuando se usa con organizaciones civiles o periodistas, el poder público comete no sólo una trasgresión a derechos básicos, se desnuda la falta de límites y equilibrios sin los cuales trasparencia o rendición de cuentas son menos que retórica ante el abuso de poder.
Los casos de espionaje desde el Estado pueden corresponder a grupos políticos que rebasan los límites institucionales o convertirse en políticas sistemáticas. En el primer supuesto los “halcones” socavan condiciones mínimas de vida democrática, mientras que el segundo anticipa su desplome por la falta de respeto a la ley y corrupción de la clase política. ¿Cuántos periodistas y activistas podrían haber sido espiados como denunciaron integrantes civiles del Gobierno Abierto? ¿Cuántos gobiernos locales tienen programas que sólo se venden a autoridades y para qué los usan? ¿Cuáles poderes estatales piden cuentas de ello a sus Ejecutivos? ¿La vigilancia está fuera de control?
Estas preguntas hoy se hacen entre representantes de 10 organizaciones civiles que rompieron con el gobierno federal en ese espacio de interlocución dedicado a discutir políticas públicas y que se replica en 24 estados. Las organizaciones que forman esa alianza tripartita (gobierno, órganos autónomos y sociedad civil) abandonaron el proyecto por falta de respuesta a denuncias de espionaje a activistas al cabo de 100 días de plazo al gobierno, cuando en febrero, The New York Times publicó el escándalo de espionaje a promotores del impuesto a refrescos y al periodista Rafael Cabrera, quien ha investigado algunos de los mayores escándalos de corrupción del sexenio. El diario estadunidense reveló que 14 estados y dependencias mexicanas pagaron 6,3 millones de dólares a Hacking Team desde 2010 para adquirir equipos de espionaje de venta reservada a gobiernos. Pero lo más inquietante del caso no es la ineficacia de la Justicia para investigar, sino el hecho de que la comunicación haya sido ignorada en un espacio de interlocución gobierno-Ongs destinado, paradójicamente, a impulsar la participación ciudadana, la transparencia y la rendición de cuentas.
El espionaje oficial es jugar con fuego con constantes filtraciones de videos entre la clase política, como los de Eva Cadena, la recaudadora de Morena en Veracruz. Revelan la captura de los aparatos de gobierno por grupos políticos para obtener ilegalmente información contra sus rivales. El espionaje a periodistas o activistas es una extensión de ese abuso de poder, que alienta la falta de consecuencias. ¿Quién protesta por la difusión de grabaciones ilegales a políticos? ¿Por qué sorprenderse de que al gobierno no parezca preocuparle las denuncias de las Ongs?
El episodio del Gobierno Abierto se produce en el contexto de la creciente rispidez, distancia y hasta amenazas que enfrían las relaciones del gobierno con las Ongs, por temas de derechos humanos y anticorrupción. El desinterés por las denuncias indica no sólo que al gobierno le preocupe poco aislarse de la sociedad civil, peor aún, que percibe bajos costos de la pérdida de espacios de interlocución y, en esa medida, su desdén por la rendición de cuentas. Pero olvidan que la permisividad ante los límites y apostar por mecanismos de control policiaco destruyen la fe hacia el propio Estado desde su interior. Esta insuficiencia democrática es el mejor incentivo para abrir las instituciones al control de grupos políticos que las ponen al servicio de intereses particulares y del Gobierno Abierto, pero al espionaje. Información Excelsior.com.mx
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