Por Pascal Beltrán del Rio
La carrera futbolística de Rafael Márquez parece haber llegado a su fin.
A menos, claro, que se caiga la imputación que le hizo el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, en el sentido de que forma parte de la red de lavado de dinero del narcotraficante Raúl Flores Hernández, alias El Tío.
Sería grandioso para Márquez –uno de los mejores deportistas que ha dado este país– que su peligrosa cercanía con Flores Hernández haya sido inadvertida para él, que no fue producto de una decisión consciente.
En su favor se alega que pudo ser su representante, Mauricio Herrera Horner, quien le propuso participar en los negocios que hoy lo tienen señalado y a punto de colgar los tacos, sin posibilidad de ingresar en Estados Unidos –donde tiene casa– ni de hacer negocios en ese país.
También se menciona en defensa del defensa, que Rafa es tan escrupuloso que cuando jugaba para el Mónaco (1999-2003) decía a los amigos que lo visitaban que él podía acompañarlos al famoso Casino del principado, pero no podía sentarse en las mesas de apuesta.
Que Márquez salga de esto exonerado parece difícil, mas no imposible. Mil trescientas menciones en la lista de la OFAC (la Oficina de Control de Bienes Extranjeros) han sido retiradas en los últimos siete años por cargos sin sustento. Yo mismo sé de un empresario yucateco que estuvo por años en esa lista –a causa del programa de sanciones económicas contra Cuba– y ya no aparece en ella.
Eso, insisto, sería grandioso para el todavía capitán de la selección mexicana y un gran alivio para quienes lo admiran, y que no son pocos.
Sin embargo, más allá del desenlace para Márquez, el significado para México no puede ser sino terrible. Si Rafa sabía a lo que se dedicaba Flores Hernández, malo; y si no, también.
La realidad es que el crimen organizado se ha metido hasta la médula en la sociedad mexicana.
Los delincuentes, como las personas que tienen un modo de vida honrado, buscan el reconocimiento social. Para ello, muchos instalan a sus familias en barrios residenciales tranquilos, compran el coche que se compraría cualquier empresario exitoso y mandan a sus hijos a colegios de renombre.
A mediados de junio, cuando fue detenido el terrorista chileno Raúl Escobar Poblete en San Miguel de Allende, sus vecinos dijeron que no tenían idea de que ese hombre aparentemente tranquilo, padre de una adolescente, era en realidad un peligroso secuestrador.
En el Bajío cuentan que Escobar –conocido en Chile como Comandante Emilio, por su participación en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez– tenía la cara dura y la sangre fría de visitar a los familiares de las personas a las que había plagiado para ponerles la mano en el hombro y preguntarles si se les ofrecía algo.
Flores Hernández tampoco tenía la imagen estereotipada del capo delincuencial. Guardaba un bajo perfil. No subía fotos con armas a las redes sociales ni se emborrachaba en cervecerías, como los sicarios de Tláhuac y otros lugares.
En México ya no es posible saber si el dueño del restaurante donde uno come fue abierto con recursos de legítima procedencia. Y más vale no preguntar.
En México un cantante puede parecer hijo del pueblo cuando en realidad es yerno de capo. Su música puede hacer bailar a las masas, pero también blanquear los ingresos de la venta de drogas.
Aquí el dinero se lava en negocios que parecen derechos y que tienen clientes que lo son. Para ello sirven lo mismo los equipos de futbol, que las escuelas y las fundaciones. En muchas partes del país, no sólo las empresas son de fachada, también lo son los valores.
Si el narcotráfico tocó a la puerta de Rafa Márquez y le abrieron –sabiéndolo o sin saber–, ¿qué podemos esperar?
Si alguien como el exestrella del Barcelona –compañero de Ronaldinho, Xavi, Puyol, Deco y Eto’o– se convirtió en sobrino de El Tío, ¿qué viabilidad tiene la aspiración de vivir en una sociedad que reconoce y premia el esfuerzo?
Si ésta no es la llamada de atención de que el crimen se ha metido en la entraña del país, no sé cuál sea. Información Excelsior.com.mx