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Hay cosas que apestan más que un cadáver

Por Pascal Beltrán del Rio

La violencia criminal y la inoperancia de la autoridad para contenerla nos dejaron dos estampas macabras el pasado fin de semana.

Afortunadamente, nuestra capacidad colectiva de horrorizarnos no ha sido completamente rebasada, por lo que los asesinatos en la Plaza de Garibaldi y el hallazgo de una morgue ambulante en la zona metropolitana de Guadalajara no pasaron desapercibidos.

Parecería irónico alegrarse de ello, pero muchas de las cosas terribles que nos pasan han dejado de tener importancia desde el punto de vista del interés público –o lo tienen de forma efímera– y se ocultan a simple vista de todos, como la carta robada en el cuento de Edgar Allan Poe.

La muerte violenta ha dejado de ser noticia, a menos que ocurra de un modo que compita con la ficción. Quizá porque los sucesos del fin de semana en la Ciudad de México y Jalisco parecen sacados de un guión de Robert Rodríguez o Quentin Tarantino, alcanzamos a tomar nota.

El viernes por la noche nuestro periódico abrió espacio en su primera plana para consignar la balacera en Garibaldi, pero, por lo tarde que ocurrió, no cobré plena conciencia de cómo nos han anestesiado los constantes hechos de sangre hasta que el sábado muy temprano recibí un mensaje desde Barcelona para avisarme que la noticia era una de las principales en la televisión catalana a esa hora.

¿Qué está pasando en México?, se preguntan desde lugares donde el bosque de nuestra inseguridad callejera sigue siendo más visible que los árboles que lo integran.

Sí, los hechos referidos llaman nuestra atención porque se salen de lo común, pero debiéramos verlos también como el síntoma de problemas estructurales.

En el primer caso, un ataque perpetrado por criminales vestidos como mariachis contra miembros de un cártel rival, por supuesto que es noticia en casi cualquier parte del mundo, sobre todo si sucede en un lugar tan emblemático como Garibaldi.

Pero el hecho también debiera llevarnos a reflexionar sobre cómo la delincuencia organizada se va apoderando de espacios públicos, a los que considera su territorio. Recordemos que el grupo criminal conocido como la Fuerza Anti-Unión incluso había mandado apagar las luces de la plaza, días antes, temiendo una agresión por parte de integrantes de la Unión de Tepito, como el que finalmente se dio.

El que las autoridades capitalinas no hayan reaccionado ante algo tan evidente habla por fuerza de una de dos cosas: incompetencia o complicidad.

En el otro caso, el que un tráiler con cadáveres ande vagando por la zona metropolitana de Guadalajara, buscando un sitio donde no llame tanto la atención su espantoso contenido –cuerpos de personas asesinadas–, es notable por sí mismo.

Para causar estupor, no se requiere mucho más que la imagen de un camión refrigerado que despide un insoportable olor a muerto y que alguien dejó estacionado a un lado de una zona habitacional, como quien avienta a la calle una lata de cerveza vacía.

Peor aún, cuando se informa que en la caja de dicho tráiler –con un oso polar de caricatura que levanta el pulgar, pintado en su costado– hay centenar y medio de cadáveres. Entonces sólo queda sentir escalofríos y náuseas porque la única manera en que quepan ahí 150 cuerpos es apilados o colgados. Pero lo verdaderamente importante es lo que representa ese camión: la incapacidad de las autoridades de hacer frente a la violencia.

Una morgue de 72 lugares –como la del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (IJCF)– debiera ser más que suficiente para una ciudad como Guadalajara. El que esté rebasada, al doble o al triple de su capacidad, ése es el horror real, con todo y que pienso que el cuerpo de una persona siempre debe ser tratado con dignidad.

Sin embargo, las autoridades de Jalisco aprovechan que ese último aspecto sea el más mediático y, para apagar la indignación, despiden al titular del IJCF, Octavio Cotero.

Ayer lo entrevisté en Imagen Radio y me confirmó que fijarnos únicamente en el camión con cadáveres –o camiones, porque además de ése, hay otro– es extraviarnos del problema real.

Cotero fue despedido porque el hilo se rompe por lo más delgado. No fue suya la idea de rentar los camiones refrigerados y tampoco que éstos vagaran por la ciudad, como quien barre la basura bajo el tapete para que no la vean las visitas. Ambas fueron decisiones del Ministerio Público.

Lo que realmente llevó al despido de Cotero fue que no quiso avalar la versión de la autoridad de que los cuerpos de los jóvenes cineastas desaparecidos en marzo fueron disueltos en ácido. En los tambos en los que supuestamente sucedió eso, el IJCF no encontró rastro de ellos. Cotero lo dijo y ¿qué pasó después? En julio, su propia hija desapareció y, ahora, él está despedido. Eso apesta más que 150 o 300 cuerpos. Información Excelsior.com.mx

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