Por Pascal Beltrán del Rio
La impunidad es el principal problema que tiene México. Lo es, porque es fuente de muchas de las calamidades de nuestra vida pública: 1) la inseguridad que padecen millones de personas, viendo afectadas sus posesiones y su integridad personal; 2) la corrupción que enriquece a servidores públicos y a quienes se benefician de una relación especial con ellos y 3) la incertidumbre jurídica que frena las inversiones y la competitividad, y con ello, la esperanza de un mayor ingreso para todos.
El antídoto de la impunidad es la justicia. México requiere de una como la que define la Constitución: expedita y pareja, oportuna y para todos.
Los hechos de los últimos días demuestran que la justicia en México sigue subordinada a la política.
La lucha contra la inseguridad no busca que quien la haga, la pague. Los operativos de las fuerzas del orden están guiados por la orden presidencial de no hacer olas y un discurso de justificación social de los actos delictivos. Si han cometido crímenes es porque son pobres y no han tenido oportunidades, se dice.
No es gratuito que los índices delictivos no hayan logrado abatirse, pese a que los plazos que se impuso el propio gobierno para acabar con la violencia se hayan vencido o estén a punto de vencerse. Ante la cercanía del 22 de octubre, cuando se termina el lapso de tres meses que para ello pidió el presidente Andrés Manuel López Obrador, el propio Ejecutivo anunció hace unos días que dará un informe esta semana sobre qué está pasando con el tema.
El combate a la corrupción en el que está empeñado el gobierno –ante la exigencia muy clara que planteó el electorado hace un año– también se ha politizado. Mientras se amenaza y se persigue a críticos y opositores, que presuntamente incurrieron en actos de patrimonialismo, a los adictos del régimen que están en la misma situación se les exime de cualquier investigación.
Al mismo tiempo se torpedea la construcción de instituciones especializadas en el combate a la corrupción; se denuesta a organizaciones sociales que tienen un historial de lucha contra este mal, sólo por enfocar sus lupas en el oficialismo; se presiona a jueces y se les hace cambiar de opinión; se hacen licitaciones a modo o asignaciones directas en contratos públicos; se tacha de corruptos a quienes recurren al Poder Judicial para hacer prevalecer el interés público, y se busca colocar a suficientes simpatizantes en la Suprema Corte para evitar controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad contra leyes aprobadas por las bancadas oficialistas en el Congreso (con cuatro ministros, basta).
Por último, se afecta la certidumbre jurídica con legislaciones que ordenan la prisión preventiva oficiosa y la extinción de dominio a quienes pudieren incurrir en errores a la hora de cumplir con sus obligaciones como contribuyentes. Errores, como el que, por ejemplo, dice la dirigente formal del partido de gobierno, cometió su contador y pese al cual, ella terminó beneficiándose con un no pago de impuestos por más de 16 millones de pesos.
Sí, México necesita justicia para salir de la selva de impunidad en el que está perdido desde hace años. Pero no una justicia, como la que piden muchos de los defensores del oficialismo, que castigue a los políticos de antes y beneficie a los de hoy.
La justicia que se requiere es una a la que teman todos los que violen la ley de manera dolosa y a la que puedan recurrir, con confianza, todos aquellos a los que se les haya violado un derecho.
Buscapiés
Extraño país, éste, en el que el jefe de la policía de la capital renuncia después de un operativo de contención de la violencia, que el gobierno local considera exitoso, y en el que un ministro de la Suprema Corte renuncia para hacer frente, sin fuero, a las acusaciones del gobierno federal. Muy extraño. Información Excelsior.com.mx