Por: Pascal Beltrán del Rio
Pese a grandes decepciones sufridas, una parte de la opinión pública mexicana sigue teniendo una enorme fe en la alternancia electoral como forma de corregir los males del sistema político.
No se puede negar que una de las armas que la democracia da al votante es la posibilidad de cambiar de partido en el poder cuando el que gobierna ha hecho mal su trabajo o no ha cumplido las expectativas ciudadanas.
Sin embargo, creo que hay una confianza desmedida en este recurso.
Verá: desde 1989, los electores han votado por 51 alternancias para la gubernatura en 27 estados del país. En los últimos 25 años, seis estados han tenido tres alternancias cada uno.
Además, otras doce entidades han tenido dos alternancias cada una, y nueve más han cambiado una vez de partido gobernante.
Sólo cinco estados (Campeche, Coahuila, Colima, Estado de México e Hidalgo) nunca han tenido un gobernador de otro partido que no sea el PRI, aunque eso podría cambiar pronto en dos de ellos (Coahuila y Estado de México), que tienen elecciones en junio.
De 2000 a la fecha, la Presidencia de la República ha cambiado de partido gobernante en dos ocasiones.
En todo este tiempo, no puede decirse que las cosas se hayan mantenido estáticas, igual que estaban cuando el PRI siempre ganaba la Presidencia y todas las gubernaturas.
La alternancia ha tenido logros: el principal, que el partido que detenta el poder sabe que si no hace bien su trabajo, puede ser reemplazado en la siguiente elección.
Sin embargo, muchos de los problemas que México tenía en 1989 no se han resuelto por obra y gracia de la alternancia.
El principal de ellos, la corrupción en el servicio público.
Por supuesto, hoy sabemos más sobre ese fenómeno que hace 28 años. Por ejemplo, qué tan profundo es y cuáles son algunas de las argucias que emplean los corruptos. Pero no parece que hayamos avanzado en su erradicación. Es más, a ratos parece que la corrupción se ha extendido y se ha vuelto más descarada.
¿Por qué entonces hay tanta confianza en la alternancia para librarnos de ese fenómeno?
Quizá esta sociedad es víctima de la mala memoria. No recuerda cuántas veces la han engañado los partidos de oposición, haciéndole creer que si los eligen a ellos este problema se acabará.
Lo cierto es que la corrupción del pasado no se castigó como se debía en los gobiernos estatales producto de la alternancia ni tampoco se extinguió el fenómeno.
Incluso hay tres estados que han tenido gobernadores surgidos de tres partidos diferentes (Baja California Sur, Morelos y Tlaxcala). ¿Se acabó la corrupción es esos estados? No.
Hay otras tres entidades donde el partido más asociado con la corrupción, según muchas encuestas –el PRI–, no gobierna desde hace 20 años o más (Baja California, Guanajuato y la Ciudad de México). ¿Se acabó allí la corrupción? Tampoco.
Y si la corrupción no se acabó con 12 años de panismo en la Presidencia, ¿por qué hay una renovada esperanza de que un cambio de partido en Los Pinos puede acabar con esta perniciosa práctica?
Francamente, no lo sé y mucho me intriga.
Hace unos días pregunté en una encuesta de Twitter (lo sé, puede no ser el método más científico de conocer el sentir de la opinión pública) si se tenía fe en que la expulsión del PRI de la Presidencia en 2018 daría como resultado el fin de la corrupción.
El resultado fue contundente: 84% respondió que no.
Insisto: no entiendo la esperanza que se tiene de que las cosas cambien sólo por efecto de la alternancia en el Ejecutivo.
Para mí, se requiere más que eso. Es un tema de instituciones y respeto al Estado de derecho. También de civismo y educación.
Pero como todas esas cosas son muy complicadas de llevar a cabo y requieren de la toma de responsabilidad por parte de los ciudadanos, quizá sea más fácil pensar que basta con votar por la oposición en las próximas elecciones para renovar las gubernaturas y la Presidencia.
El problema es que, hasta ahora, hacer eso ha sido un simple desahogo.
Información Excelsior.com.mx