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La caja de Pandora

Por Pascal Beltrán del Rio

“¿Cuántas bombas atómicas tiene México?”, me preguntó Abdelazim, el dueño de un café internet en Islamabad, la capital de Pakistán.

Confieso que, cuando lo escuché, casi derramo el último sorbo del chai que me estaba tomando.

—¿Por qué quiere saber eso? –repuse.

—¿Es secreto?

—No, desde luego que no. Sólo me causa curiosidad que lo pregunte.

—Bueno, busqué a México en el mapa y vi que hace frontera con Estados Unidos.

—Sí, ¿y?

—¿Me puede responder la pregunta?

—Por supuesto: ninguna, México no tiene ninguna bomba atómica.

—¿Cómo va a ser posible eso? Viven al lado de Estados Unidos y no tienen bombas atómicas…

Iba a comenzar a hablarle del Tratado de Tlatelolco, pero Abdelazim recogió mi taza, limpió la mesa con un trapo y se alejó, meneando la cabeza. Seguramente no me creyó.

Acababan de suceder los ataques terroristas de septiembre de 2001. Yo estaba en Pakistán para cubrir desde ahí los acontecimientos desencadenados por los atentados de Al Qaeda. Todas las pistas apuntaban hacia Afganistán, país gobernado por los Talibán, el grupo político-religioso que tenía nexos con la inteligencia pakistaní.

Tres años antes, el país centroasiático había realizado cinco pruebas nucleares subterráneas en las colinas Ras Koh, en la provincia de Balochistán.

Con ello, Pakistán se convertía en el primer país de mayoría islámica en poseer la bomba atómica. Y respondía así a los ensayos que India había realizado apenas dos semanas atrás.

Las pruebas pakistaníes, conocidas como Chagai, habían sido motivo de gran orgullo nacional, pues por primera vez el país se ponía a la altura de la capacidad armamentista de su vecino, con el que había peleado tres guerras –en 1947, 1965 y 1971– y con el que mantiene, hasta hoy, un conflicto latente en Cachemira, la disputa territorial más añeja del mundo.

Una de las primeras cosas que noté al llegar a Islamabad eran las réplicas de los misiles balísticos Ghauri que adornaban las glorietas de la ciudad.

Los locales estaban obsesionados con las armas nucleares –como denotaba la pregunta de Abdelazim–, y Abdul Qadir Khan, el padre de la bomba pakistaní, era una figura nacional.

En 2004, por presión de Washington, A.Q. Khan –como se le conoce– fue procesado y sometido a prisión domiciliaria. Durante el juicio, reconoció haber transferido tecnología a Irán, Libia y Corea del Norte.

Sin haber sido sentenciado, el físico nuclear e ingeniero metalúrgico fue liberado por la Corte Suprema de su país en febrero de 2009. Tres años después, creó una controversia al afirmar en una entrevista que había compartido los secretos con otros países por órdenes de la primera ministra Benazir Bhutto, asesinada en 2007.

Durante la última década, la capacidad nuclear de Pakistán no ha dado mucho de qué hablar, salvo especulaciones de que podría caer en manos de alguno de los grupos radicales que operan en el país.

Sin embargo, ahora vuelve a ser tema de discusión el contexto de la nueva confrontación que ha surgido entre Islamabad y Nueva Delhi, por el reciente atentado suicida contra soldados indios en el sector indio de Cachemira, perpetrado por el grupo terrorista Jaish-e-Mohammed. Los hechos ocurrieron mientras se desarrollaba una visita a Pakistán por parte del príncipe saudí Mohamed Bin Salman.

El gobierno de India acusó al de Pakistán de estar detrás del ataque, que dejó 41 muertos. El primer ministro pakistaní, el exjugador de cricket Imran Khan, negó cualquier implicación de su país y lanzó una advertencia: “Estamos escuchando voces de que India debe dar una lección a Pakistán y atacarlo. Si eso ocurre, Pakistán responderá, pues no habrá otra opción. Empezar una guerra es fácil, pero terminarla no estará en nuestras manos”.

Lo preocupante es que toda la región está inmersa en conflictos. El más visible de ellos es el de Arabia Saudita contra Irán. Ese último país vive enfrentamiento con Estados Unidos, que se ha reactivado. India, la democracia más grande del mundo, a punto de ir a elecciones generales, lo cual exacerba los sentimientos nacionalistas.

Por si fuera poco, el presidente estadunidense Donald Trump ha renunciado al papel de Washington como policía del mundo y ha anunciado que podría retirarse del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, firmado entre Estados Unidos y la Unión Soviética en 1987.

Si lo hace, advirtió esta semana el especialista Theodore Postol en un artículo en The New York Times, estará abriendo una caja de Pandora.

El desarrollo de las armas nucleares en las últimas tres décadas podría tener consecuencias catastróficas, aseveró Postol, pues las capacidades de advertir un ataque sorpresa han disminuido.

“Las posibilidades de un uso accidental de dichas armas durante alguna crisis imprevisible se han incrementado”. Información Excelsior.com.mx

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