Por Víctor Beltri
El tiempo sigue su curso y los términos comienzan a cumplirse. Los simbólicos en un principio, como los primeros seis meses de gobierno o el aniversario de la elección; pero también aquellos cuya imposición hemos aceptado, como la evaluación de nuestras políticas migratorias por parte del presidente norteamericano en unas cuantas semanas, o los ofrecidos por el mandatario en funciones, como el final de la corrupción al asumir el gobierno, o el fin de la violencia, en seis meses que culminarán el 22 de octubre.
Los términos comienzan a cumplirse, y las promesas a desdibujarse. La corrupción no terminó con la mera llegada del nuevo Presidente —como era comprensible— pero tampoco llegó la justicia para los desaparecidos, ni la fuerza del Estado en contra de los enemigos del orden público. Como no ha llegado la certidumbre, ni han llegado las inversiones; como no ha regresado la confianza, como no se siente la tranquilidad.
Las promesas se desdibujan, mientras que la verdad se revela. Quien pensaba que la economía funcionaba en automático, hoy se enfrenta a las calificadoras; quien se tomó por estadista no ve más allá de sus propios rencores; quien pidió una oportunidad no sabe, ahora, qué hacer con ella. Quien se opuso a todo, todo el tiempo, hoy no sabe lograr consensos; quien siempre, siempre despreció lo que pasaba fuera de su aldea, hoy no entiende cómo lidiar con la que, sin duda, es la menos sofisticada de las administraciones norteamericanas: en tiempos de Kissinger quién sabe qué podría haber pasado.
La verdad se revela, pero la realidad se impone. El gobierno —y, sobre todo, la gestión— de una de las quince economías más importantes del mundo es una labor compleja, que requiere de conocimiento y experiencia so riesgo de cometer errores innecesarios capaces de comprometer cualquier proyecto, sin importar la buena voluntad o el entusiasmo de sus seguidores. Errores como los que han llevado a aceptar —y festejar— negociaciones inaceptables para las administraciones pasadas; errores como los que nos han llevado, ahora, a ocupar la posición desventajosa en un bloque regional que se había acostumbrado a vernos a la misma altura.
La realidad se impone, y el tiempo sigue su curso. Los términos comienzan a cumplirse, las promesas a desdibujarse, la verdad a revelarse: la realidad se impone. La desconfianza no recae, ahora, sobre el legado del presidente anterior, sino sobre la actuación de quien está en funciones; las calificadoras no evalúan los buenos deseos del animador matutino, sino el retorno sobre las inversiones realizadas por sus clientes. La corrupción del pasado no justifica la ineficiencia del presente; la omisión de las autoridades anteriores no justifica la de quienes hoy ejercen el poder. México sigue avanzando, y quienes —hace casi un año— obtuvieron una victoria inusitada, tendrían que ser capaces de entenderlo: el momento de pasar a la historia no es otro sino este mismo. Y a la historia no se pasa con mezquindades, ni con temores, ni con el provincianismo de quien no sabe sino responder en absolutos —no a todo en lo interior, sí a todo en lo exterior— para salir del aprieto.
La cuarta transformación no es lo que esperábamos, pero —siendo sinceros— también es mucho más de lo que teníamos con el sistema de partidos anterior. Hoy sabemos que la cuarta, como ha sido planteada, no es suficiente; hoy sabemos, también, que lo que teníamos antes no lo desearíamos —de ninguna forma— de regreso. El tiempo sigue su curso y le otorga, a todas las cosas, la dimensión histórica que le corresponde: la realidad se impone, y nos confirma, que México tiene que transformarse. Que Andrés Manuel era necesario para terminar con lo de antes. Que aún nos queda mucho por hacer. Información Excelsior.com.mx