Por Hugo Garciamarín
La cancelación del otro no sólo ha vuelto estéril a nuestra conversación, sino que además nos ha privado de la posibilidad de encontrarnos en espacios de libertad: lugares en los que podamos disentir, sin el temor de que nuestra opinión sea motivo de exclusión. Es cierto que hay una nueva correlación de fuerzas, en donde la perspectiva de un público es más dominante que otras. Pero dicha correlación no ha traído la diversidad de ideas que se supondría debería tener un proceso de cambio, sino que ha derivado en un público conservador en el que no caben las diferencias.
El público lopezobradorista surgió de la proscripción. Los comunicadores e intelectuales de la transición le negaron un lugar político e intelectual. En el fondo, estaban aterrados de que ideas diferentes a las suyas pudieran superarlos, así que sacrificaron su vocación por la defensa de la libertad y de la democracia con tal de detenerlo. Con ello se condenaron. El público creció paulatinamente, se legitimó ante la exclusión, hizo suyas las banderas de la liberalización y la democratización del régimen, y con el tiempo los marcos culturales de la transición dejaron de explicar su realidad.
El lopezobradorismo llegó con la promesa de terminar con la arbitrariedad y la exclusión, pero en el camino se ha ido traicionando a sí mismo. Para su público, todo el que disiente, —incluso los que coincidimos con los valores esenciales de su proyecto y pugnamos porque se incline hacia la izquierda— es traidor o reaccionario. Además, sus esfuerzos intelectuales son esencialmente propagandísticos, ya que se dedican a la repetición religiosa de lo que dice el presidente. No hay cuestionamientos ni planteamientos que vayan más allá de las ideas difusas que se plantean desde Palacio Nacional. Pareciera que la transformación no se trataba de ampliar los márgenes de la conversación pública, sino de reducirlos a lo que un grupo piensa sobre el proceso de cambio. Al final, sólo existe una voz interpretada por distintos personajes que se aplauden y se alaban entre sí, ante un público dedicado a repetir sus consignas.
Pero lo más llamativo de ese público es su devenir conservador. Los valores que dicen defender son selectivos: espiar gente está bien siempre y cuando se trate de Alito; correr gente de las universidades está correcto mientras se trate de Lorenzo Córdova; y quitar sus derechos a los militantes está bien en tanto sean los que les caen gordos. Su defensa no recae en ideales sino en políticos que, supuestamente, engendran valores positivos. Les parece mal que Enrique Alfaro le conteste de mala gana a la ciudadanía, pero defienden la contestación malhumorada de Adán Augusto a una madre buscadora. Y, sobre todo, abrazan la arbitrariedad: la política se decide por capricho, del presidente, de los gobernadores, de la burocracia del partido. Y el público lo aprueba, algunos con tambores y matracas, otros con su silencio.
Dice el presidente que la doctrina de los conservadores es la hipocresía. Y tiene razón. Su público se ha graduado con honores.
Información Radio Fórmula