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La guerra del narco contada desde Brooklyn

Por Jorge Fernández Menéndez

En el torbellino de estos primeros días de gobierno de López Obrador, hemos perdido parcialmente de vista el escenario sobre el mundo del narcotráfico y la guerra de cárteles que nos ofrecen los testimonios presentados por los testigos de la fiscalía en el juicio de Joaquín El Chapo Guzmán, que se desarrolla en una corte de Brooklyn.

El testimonio de Tirso Martínez Sánchez es interesante, por una parte porque resulta ser el primero que reconoce que tuvo durante años grandes depósitos de drogas en la Unión Americana y, además, porque actuaba como una suerte de agente libre para introducir droga en el espacio que dejó la muerte de Amado Carrillo Fuentes, en 1997, entre lo que se configuraría muy rápido como los cárteles de Juárez, encabezados por Vicente, el hermano de Amado, y el de Sinaloa, con Ismael El Mayo Zambada y Juan José El Azul Esparragoza en papeles protagónicos, hasta que en el 2001 se fugó de Puente Grande y se les sumó El Chapo.

Ese periodo entre 1997 y el 2004 es clave para explicar la violencia que hemos vivido después y escapar de las simplificaciones absurdas que han proliferado en los últimos años para explicar lo sucedido.

Desde 1996, Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos, era perseguido por autoridades civiles y grupos de élite del Ejército mexicano, pero esa estrategia se vio vulnerada seriamente cuando se descubrió que el entonces general Jesús Gutiérrez Rebollo, designado zar antidrogas, aprobado y homenajeado por Washington, en realidad trabajaba para Amado Carrillo. Con la detención de Rebollo, Carrillo, que ya disfrutaba de la fama pública y que vivía con frecuencia en La Habana, decidió partir hacia Sudamérica. Estuvo en Brasil, en Santiago de Chile y se asentó en Buenos Aires, donde hizo fuertes inversiones, se relacionó con el mundo político y del espectáculo, e incluso financió alguna campaña política.

Pero en el cártel había ya profundas diferencias con Carrillo Fuentes. Sus actividades eran demasiado públicas y la caída de Gutiérrez Rebollo, al darle seguimiento a una de las novias de Amado Carrillo, llamada Erín, quien era la que habitaba el mismo edificio que el general y servía como contacto entre ambos, convenció a la mayoría de los líderes de que Carrillo Fuentes era ya una carga para la seguridad de la organización.

El cártel que encabezaba Carrillo Fuentes no era tal, organizativamente era una suerte de holding, con una estructura horizontal, con varios grupos operando simultáneamente. Eso es lo que permitía que personajes como Tirso Martínez pudieran trabajar para varios de esos grupos simultáneamente. Carrillo Fuentes fue asesinado al salir de una sala de operaciones cuando se estaba realizando en México un cambio profundo de identidad, con varias cirugías estéticas. No ha quedado claro quién ordenó su muerte, pero se asegura que algunos familiares y un grupo de narcotraficantes de Guadalajara estuvieron tras esa operación.

Eduardo González Quirarte, uno de los principales operadores del cártel, fue encontrado poco después decapitado y los médicos colombianos que intervinieron en la operación fueron hallados muertos, entambados, en la carretera a Acapulco. Desde entonces, el holding se comenzó a dividir: Vicente Carrillo, desde Juárez, quería ser el sucesor, y sus socios de Sinaloa, El Mayo y El Azul, se oponían.

Ese vacío comienza a cerrarse luego de la fuga de El Chapo en 2001, quien comienza a fortalecer a Sinaloa, con la participación de los Beltrán Leyva, entonces sus principales lugartenientes, y con la presencia de Nacho Coronel en Jalisco. La alianza con Juárez se rompe cuando en Culiacán es asesinado el hermano menor de los Carrillo Fuentes, Rodolfo, junto con su joven esposa.

Ahí comienza una guerra que pronto es condimentada por dos sucesos muy graves. Por una parte, en Tamaulipas, Osiel Cárdenas se queda con el control del cártel del Golfo y forma Los Zetas, quienes agregan entrenamiento paramilitar y una violencia desaforada a esa lucha, mientras que en Culiacán, en 2008, es detenido uno de los hermanos Beltrán Leyva, Alfredo, responsable de la seguridad del cártel en el estado. Arturo y Héctor responsabilizan de la detención a El Chapo y se unen a la guerra, formando un frente con Juárez y Los Zetas, contra los grupos que encabezan El Chapo, El Mayo y El Azul, asociados, entre otros, con Nacho Coronel.

Esa guerra se ve alimentada por dos fenómenos nuevos: primero, el presidente Bush en 2004 no renueva el decreto de Clinton que prohibía vender armas de asalto y libera su comercio. Los cárteles se alimentan de miles de armas de asalto para combatir por sus territorios. Y segundo, como sus “tropas” son escasas para el tamaño del enfrentamiento, comienzan a incorporar todo tipo de pandillas locales para actuar como sicarios. Esos hechos desequilibran también todos los esquemas de seguridad locales. La guerra entre cárteles se transforma en una crisis de la seguridad cotidiana, alimentada por secuestros, extorsiones, robos, ajustes de cuentas y policías y autoridades locales rebasadas.

Todo eso ocurrió entre 1997 y 2008, con un pico de inflexión en 2004. No fue la guerra de Calderón ni de Peña, ni es hoy la de López Obrador. Es una guerra con una larga historia detrás y para acabarla habrá que ir hasta los orígenes. Información Excelsior.com.mx

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