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La misión de la cancillería

Por: Víctor Beltri

La Presidencia de Estados Unidos no trae aparejada una silla en el consejo de administración de las grandes empresas, como parece creer el cretino que en unos días asumirá el control de la Casa Blanca y que ha pretendido incidir —y en algunos casos lamentables, como el de Ford, lo ha logrado— en las decisiones estratégicas de las grandes empresas sobre sus inversiones.

Inversiones que, con frecuencia, son producto de negociaciones bilaterales entre los países involucrados, y que traen como resultado beneficios para ambas naciones. Acuerdos de cooperación, intercambio de tecnología, desarrollo regional: objetivos estratégicos dentro de una agenda que pretenden ser borrados con la fuerza de un mensaje en redes sociales.

El mundo no puede ser tomado como rehén. Cuando Trump amenaza a BMW por su planta en México, en realidad amenaza los intereses de Alemania, como lo hace con los del Japón al amedrentar a Toyota. El riesgo no es tan sólo para nuestro país, sino para el mundo entero: en este sentido, el muro que sin duda comenzará a construir el primer día de su mandato es un símbolo de la intolerancia no sólo hacia nuestro país, sino hacia la comunidad de naciones en general.

Un símbolo, como muchos que habrán de venir. El primer avión lleno de ilegales siendo deportados en cadena nacional, la primera conferencia de prensa tras la primera piedra del muro, el anuncio de medidas draconianas en contra de quienes integren a nuestro país en su cadena de valor. Símbolos, titulares, cápsulas de información. Cualquier cosa que sea necesaria para conseguir la atención de la audiencia, para mantener un rating elevado. Trump, no hay que olvidarlo, antes que un político —y más que un empresario— es un comunicador formado en las entrañas de los reality shows, en los que cada capítulo tiene un final inesperado, y es concebido de tal forma que la audiencia espera con ansiedad lo que ocurrirá en el siguiente episodio. Así manejó su campaña, así maneja las vísperas de su llegada al poder, así manejará su Presidencia: los próximos cuatro años no serán sino la lucha desesperada de un actor megalómano que tratará de asegurar la siguiente temporada de su programa de televisión.

La lucha de Trump no es en contra de México sino en tanto pueda asegurarle el rating necesario: en cuanto surja un tema más taquillero —o su ofensiva en contra de nuestra nación reste en sus índices de aprobación— sus prioridades habrán de cambiar. Es ahí en donde tendrían que estar enfocadas las prioridades de la administración actual: más que tratar de convencerlo de las ventajas de la relación entre los dos países, lo que se debería de exponer es cómo una relación cordial abona a la narrativa de éxitos —y símbolos visibles— que está tratando de construir, y cómo, también, sus exabruptos en contra de nuestro país entorpecen su relación con otras naciones, a la par en que disminuyen sus ratings. Donald Trump es una bestia sedienta de aprobación: el enfrentamiento frontal no haría sino alimentarlo. La solución es distinta, y más que tratar de vencerlo habría que lograr que enfocara sus baterías en otra parte. Una tarea para nuestra diplomacia.

Mientras tanto, lo que hemos visto no será sino un preludio a lo que sin duda será la mayor crisis que habremos de enfrentar como nación desde la revolución de principios del siglo pasado. La misión de la cancillería, en los tiempos convulsos que estamos viviendo, es enorme: además de prestar la atención necesaria a los mexicanos en Estados Unidos deberá de ser capaz de construir una narrativa que se adapte a la de quien ha prometido hacer “América grandiosa de nuevo”. El reto, entonces, estará en demostrar que la “América” de Trump sólo será grandiosa en la medida en que su crecimiento implique el de nuestro país. En pocas palabras, el destino —y la grandeza— de Estados Unidos, en el siglo XXI, sólo podrá ocurrir si se encuentra ligado al de México.

Fuente. Excelsior.com.mx

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