Por Víctor Beltri
Las ideas no son nuevas, así como tampoco lo son las posturas del Presidente en funciones. Un discurso de polarización, incesante, y presto a poner etiquetas; ideas fijas, dogmáticas, y la descalificación inmediata a cualquier clase de crítica; autoridad moral, incuestionable, y desprecio a sus adversarios. El placer de escuchar la voz propia, sobre cualquier otro sonido, el gozo de las guirnaldas de colores, entre nubes de copal.
El personaje es el mismo y su discurso no ha variado, a lo largo del tiempo: la diferencia es que ahora tiene todos los micrófonos —y los recursos— para tratar de convertir las quijotadas de antaño en lo que ahora no son sino programas malhechos de gobierno. Unos programas sin viabilidad, pero llenos de ideología, destinados a un fracaso casi simbólico: el país no necesita un aeropuerto lejano y frente a un cerro; ni una refinería en medio de las miasmas de un pantano, ni un tren que —en realidad— no va a ninguna parte.
El modelo económico que plantea la administración actual es irreal, y terminará afectando —como ya lo está haciendo— a los sectores más desfavorecidos de la población; la estrategia de seguridad ha fracasado, desde la presunta candidez de su planteamiento, y ha colocado a las personas más vulnerables en una situación todavía más comprometida; la división entre los ciudadanos se acendra, mientras que el poder —casi absoluto— del titular del Ejecutivo no enfrenta trabas y éste no atina sino a victimizarse ante su propia ineficiencia.
Claro que podía saberse: quien hoy se llame a sorprendido, tendría que reflexionar si su voto en la elección pasada correspondió a la convicción, pura y dura, en las propuestas de un candidato; al descontento —y resentimiento— con el sistema imperante, o a la mera expectativa de que las cosas no podrían sino mejorar —con cualquiera que prometiera un cambio—; quien hoy se llame sorprendido tendría que reflexionar, también, si sus razones para apoyar al entonces candidato, y hoy Presidente, persisten. Una reflexión; desde el partido, hasta los aliados y simpatizantes. Una reflexión que incomoda: Morena no es tanto un partido político —en el que sus afiliados comparten una línea de pensamiento—, sino el movimiento creado en torno a una persona, con el fin de acceder al poder: en ese sentido fue exitoso, y culminó sus objetivos, en cuanto terminó la elección. Y hasta ahí: el fundador ha dejado claro que no le interesa el partido como legado personal, y que no está comprometido con la continuidad del mismo, sino con su propio proyecto. La incertidumbre es total, y quien se atreve a moverse lo hace para merecer la mirada —y el eventual favor— del líder que observa, displicente, a la distancia: mientras tanto, que se destrocen adentro. La militancia es un circo con más tribus que certidumbres: ¿vale la pena seguir apoyando?
Una reflexión que causa escozor, por fuerza, a los aliados que sedujo en el camino a la Presidencia. A los que les prometió lo que querían escuchar: a los progresistas —que esperaban una sociedad liberal y moderna— y a los evangélicos que pretendían gobernar a su diestra. A los doctrinarios, como Paco Ignacio Taibo II, y a los conversos, como Germán Martínez. A los intelectuales, como Elena Poniatowska, y a los advenedizos, como las figuras de las redes sociales. A los históricos, como Cuauhtémoc Cárdenas, y a los prehistóricos, como Manuel Bartlett. A los congruentes, como Porfirio Muñoz Ledo, y a los acomodaticios, como —casi— todos los demás. ¿A quién, de todos, le va a cumplir? ¿Con quién, sino consigo, tiene un compromiso? Una reflexión que —sin duda— lastima a los simpatizantes. A los que han estado ahí, desde siempre, apoyando las causas más justas: a quienes le extendieron su voto, pero hoy no tienen medicinas en los centros de salud; a los que defienden la causa de los 43, pero son gaseados cuando pretenden llegar a Palacio Nacional; a quienes esperaban que los crímenes contra las mujeres terminaran, pero ahora ni siquiera las toman en serio en las conferencias matutinas, donde patiños a modo intervienen para desviar la conversación.
“Ya se habló suficiente de feminicidios”, afirma un cipayo de la información, mientras el Mesías se enreda entre sus propias agujetas. “Ahorita no”, responde —cuando se le pregunta— quien está en funciones de gobierno al frente de la Ciudad de México. “Feliz cumpleaños”, afirma uno de sus funcionarios con una muñeca bañada en sangre, justo cuando los grupos de mujeres protestan frente a Palacio Nacional. El Presidente mientras tanto, sigue vendiendo los boletos de una rifa ilegal: las mujeres siguen muriendo, abrazos pero no balazos. La estrategia no va a cambiar. Tal vez, sólo tal vez, la pregunta ya es prudente. ¿Es un honor estar con Obrador? Información Excelsior.com.mx