Por Samuel Cortés Hamdan
En 1888 nació en Madrid, bajo el signo de cáncer, el más madrileño de los escritores, con todo lo que eso significa para bien y para mal: se llamaba Ramón Gómez de la Serna, un cronista de la modernidad que, como todo cronista de la modernidad, que es el instante del hoy, ha envejecido estrepitosamente.
Y sin embargo he ahí, en ese envejecimiento singular, prematuro, una de las delicias de su literatura: el asomo poético, la foto fija de la fascinación que produjo la primera electrificación de París, el bombillo —foco, en mexicano—, la engrapadora, el cinematógrafo —me gusta mucho el nombre en inglés: motion pictures, las fotografías que se mueven—, el paraguas. Su obra es la crónica de una tecnología que hoy, por conocida, tan damos por sentado que hemos vuelto invisible.
Y pese a su importancia, su centralidad, es un autor olvidado, sólo accesible en las librerías mediante algunas de sus obras y más bien empolvado en los estantes de viejo. Polígrafo, publicó y publicó y publicó —para bien y para mal, también, por supuesto—, sin embargo, su voluntad proliferante no es de fácil acceso.
Porque, como sucede con el alma, la vivienda, la diversión, el cine, el conocimiento o el sexo, nuestro mundo editorial vive bajo el asedio neoliberal del ubicuo mercado, cuya virtud es la rentabilidad, no la diversificación de las oportunidades del diálogo. Y el intercambio con nuestra tradición literaria es una vasija rota de la que a veces ni siquiera nos alivian los presuntos plenos poderes del internet. He ahí lo grave del asunto, aunque parezca cosa menor: nuestro asomo a la tradición, a nuestras lumbreras de escritura, a los procesos de transformación que ha seguido el arte, es cosa rota, envasada, una salida que se achica para unas cuantas oportunidades.
Pienso concretamente en un libro de Gómez de la Serna, raro entre su rara obra, por sólo mentar un ejemplo en la pirámide indisoluble de los extravíos: la Automoribundia, una autobiografía excesiva, despellejada, obsesa y maravillosamente ilegible que sólo he visto en físico una vez en la vida, en los anaqueles de la Biblioteca Central de la UNAM.
Rola en internet una versión en pdf del libro, con más de mil fojas digitales, por cierto; sin embargo esas ediciones asoman algunos problemas, como la incerteza de la fidelidad. No obstante, peor es nada, dicen los sabios, y al menos ya descansa en el esfuerzo electrónico una oportunidad de romper las brechas con nuestro acervo cultural, que por omisión impone el mercado. Porque no se va a reimprimir lo que no se vende. ¿Pero cómo va a venderse lo que no se conoce?, devolvería yo.
Como quiera, nuestra tradición literaria está repleta de libros monumentales, desbordados, caprichosos, excesivos, versátiles, profundos, bellísimos, incomparables, y propios. Es decir que no hay que trasladarse a ninguna Irlanda de James Joyce y Samuel Beckett para reconocer los pozos de la intransferible creatividad que, al menos en la palabra, consolidó el mundo.
Estos tesoros, no obstante todas las dificultades en contraflujo, esperarán pacientes a los curiosos que rompan la primera barrera de la notoriedad, esa fauna conocida como lectores. Y al extravío de la curiosidad, espero, podrán acompañarlo las ternuras de la mediación.
Invitar es el inicio del comienzo.
Información Radio Fórmula