Por Pascal Beltrán del Rio
Cien días fue el tiempo que duró el regreso de Napoleón de su exilio en la isla de Elba hasta su reinstalación en el trono del imperio francés, en 1815. También fue el lapso de la guerra de las Malvinas, en 1982, y del genocidio de Ruanda en 1994.
En política, es el breve periodo que pasa entre la asunción de un gobierno y el corte de caja de sus primeras acciones.
El primero que, en ese sentido, se propuso dar resultados en cien días fue el presidente estadunidense Franklin D. Roosevelt, quien tomó posesión en marzo de 1933.
Era un momento de profunda crisis económica, en Estados Unidos y buena parte del mundo, por los efectos del crac bursátil del 29 de octubre de 1929, el infausto Martes Negro.
Desde entonces, distintos mandatarios en el mundo han tomado la decisión de emular el primer corte de caja de Roosevelt, que implicó, en 1933, la propuesta y aprobación de 19 leyes para hacer frente a la debacle.
Hay muy poco en el panorama de México que amerite que el nuevo gobierno se fije un lapso de cien días para dar resultados.
Si bien hay nubarrones en la economía internacional, estamos a años luz de una crisis como la Gran Depresión.
Pero si casi todos los observadores están haciendo caso a la conclusión del lapso autoimpuesto por el presidente Andrés Manuel López Obrador, para medir el éxito o el fracaso de su naciente administración es porque él sigue en control de la agenda informativa del país.
Nadie pidió que López Obrador dé resultados en cien días. El lapso representa apenas 4.69% del tiempo para el que fue elegido, es decir, ni una vigésima parte. Parece injusto, pues, hacer un examen tan tempranero, pero hay que enfatizar que es él mismo quien lo ha pedido.
López Obrador ganó la Presidencia sobre la espalda de demandas muy concretas de la ciudadanía: atacar la corrupción y la inseguridad que azotan a México.
Yo no creo que haya forma de siquiera comenzar a mostrar mejoría en problemas que llevan siglos, en el caso de la corrupción, y años, en el de la inseguridad.
Aquí he relatado que uno de los primeros esfuerzos que se hicieron contra la corrupción en lo que es actualmente México lo realizó el rey Carlos III, quien envió como visitador a José de Gálvez, en 1761, para ver por qué habían bajado tanto las rentas que llegaban desde la Nueva España.
Pese a que esos hechos sacudieron en su tiempo a la Colonia, sobra decir que no fue el fin de la corrupción novohispana, que siguió y sigue presente hasta hoy en el México independiente.
Ojalá no interprete el lector que el propósito de ese antecedente histórico es decretar la imbatibilidad de la corrupción, porque pienso que sí se le puede frenar. Pero eso requiere un trabajo de años, consistente en hacer valer el Estado de derecho.
Es, además, una labor institucional, no voluntarista. Ni Nelson Mandela, con toda su autoridad moral, pudo acabar con la corrupción en su país, existente desde los tiempos del Apartheid y que tomó un nuevo aire bajo el mando de los sucesores de Madiba, los presidentes Thabo Mbeki y Jacob Zuma.
A diferencia de la corrupción, la inseguridad no es un problema tan añejo, pero lleva al menos tres lustros incubándose.
Sería imposible explicar en el espacio restante los antecedentes de lo que hoy es, claramente, una carnicería, pero es obvio que, igual que en el caso anterior, obedece principalmente a la indolencia de las autoridades para aplicar la ley.
Tanto la corrupción como la violencia criminal son temas complejos, heredados por López Obrador. Insisto: sería injusto esperar que los resuelva en cien días y, en una de esas, en todo su sexenio. Pero —repito— es el tabasqueño quien ha pedido que la ciudadanía evalúe su desempeño en este periodo.
Y aunque es claro que una parte enorme de la población lo sigue respaldado, en estos cien primeros días su gobierno tiene poco que presumir en el combate de los dos fenómenos mencionados.
Para ser breve, no ha puesto en funcionamiento el Sistema Nacional Anticorrupción, no hay corruptos en la cárcel y las cifras de inseguridad siguen creciendo, mientras el gobierno se aferra a solucionarla mediante la conformación de la Guardia Nacional.
También habría que decir que, de forma incomprensible, López Obrador ha declarado casi resueltos los dos problemas: según él, ya se terminó la corrupción y la “guerra” contra el crimen organizado se ha acabado.
En sus prisas, el Presidente ha provocado que el tiempo juegue en su contra. Debe bajar ese ritmo al que él mismo se ha sometido. Queda más de 95% de su sexenio y los tumores contra los que va no son fáciles de extirpar.
No olvidemos que al vertiginoso regreso de Napoleón siguió Waterloo. Información Excelsior.com.mx