Por Jorge Fernández Menéndez
En muchas ocasiones, en la vida y en la política, lo mejor es ofrecer una disculpa y asumir un error. Es lo que hizo el responsable de la salud pública en Nueva Zelanda, un país con un éxito inigualable en el manejo de la pandemia, cuando se divulgó que, en medio de la crisis, se había ido un par de días de descanso. Otros que incurrieron en el mismo error y tuvieron que disculparse, pero después de haber dejado sus cargos. Pero sabemos que en la 4T aceptar un error es pecado capital, así que las vacaciones sin mascarilla en Zipolite del subsecretario Hugo López-Gatell se convirtieron en un elogio tan rotundo (digno de Trump) y tan poco confiable como la afirmación del presidente López Obrador: “No hay otro igual en el mundo”.
Son innumerables los funcionarios de salud que lo han hecho mejor que López-Gatell, pero más allá de sus aciertos y errores, lo que ha marcado la diferencia es que, en lugar de convertirse en amplificadores de la voz presidencial, han trabajado con base en datos y aproximaciones científicas a una realidad que nadie conocía hace apenas un año.
Hay dos casos muy diferentes que lo ejemplifican. El más evidente es el del doctor Anthony Fauci, en Estados Unidos. Director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas desde 1984, fue puesto al frente de los esfuerzos de su país y mantuvo sus opiniones y su visión sobre cómo operar la crisis, en numerosas ocasiones, en contra de Trump. Cometió errores, pero estos ocurren siempre, lo que no hizo fue seguir el alocado discurso presidencial. Y por eso se convirtió en la voz más escuchada al respecto y en una figura nacional.
En España, un político catalán fue puesto al frente de la lucha contra la pandemia, Salvador Illa. Se ha convertido también en el principal referente nacional sobre el tema. Illa no es médico, pero es un buen organizador y administrador de esfuerzos, y en medio del muy desordenado manejo que hubo de la pandemia en España, su forma de ver y abordar las cosas, lejos del discurso político partidario, le granjeó el respeto de casi todos. En un reciente perfil que le dedica El País, veinte personalidades de todos los ámbitos hablan de Illa y coinciden en que “en el escenario de hostilidad de la política española, que en medio de una emergencia sanitaria sólo supo subir el volumen con las palabras más gruesas jamás escuchadas en la sede parlamentaria, Illa sale bien parado por su serenidad a la hora de presentarse ante el Congreso y ante los españoles. En una época de estridencias, sobresale un político aparentemente aburrido que rehúye el tono bilioso y la adjetivación apocalíptica”.
López-Gatell no se reconoce en las bondades del científico de nivel como Fauci ni en las del administrador sereno como Illa. No admite siquiera el error de haber salido de vacaciones en el momento más álgido de la pandemia y cuando comenzaba el proceso de vacunación. Pero antes comenzó diciendo que covid no era una enfermedad grave, que era mucho menos delicada que la gripe, que tenía un índice de letalidad mucho menor y que simplemente se iría con la llegada del verano.
Esa opinión de López-Gatell, subestimando la enfermedad y las previsiones internacionales, llevó a otro escenario muy delicado: para esa fecha no sólo no había equipo médico y sanitario suficiente, sino que tampoco se entrenó al personal médico ante lo que venía y ni se reconfiguraron las unidades médicas del sector salud. Se comenzó a atender la pandemia sin estar en condiciones, sin equipo y sin un protocolo.
En su momento, desestimó el confinamiento, el uso de las mascarillas, los tests masivos de pruebas y, hasta hace poco, las vacunas. Lo de las mascarillas y los tests es simplemente de locos: mientras la OMS pedía pruebas, pruebas y más pruebas, López-Gatell las desechaba e incluso impedía, y México se convirtió en uno de los países con menor número de pruebas por habitante del mundo (lo que acaba de recibir el elogio de Trump: “En México te hacen la prueba cuando estás reventando”). Cuando los principales especialistas del país le aconsejaron cambiar la política, se burló de ellos. Dijo en mayo que la cifra “catastrófica” de fallecidos que podíamos tener era, máximo, de 60 mil, y ya hemos triplicado esa cifra. Cuando se exhibió el dato, dijo que los medios éramos “mercaderes de la muerte”.
Llegó a decir que López Obrador era “una fuerza moral, no de contagio” y el Presidente le dio entonces el control sobre la Cofepris. Una de las obsesiones del subsecretario es el de que las empresas farmacéuticas son el enemigo. Mucho antes de la pandemia se destrozó el sistema de producción y distribución de medicinas sin tener con qué reemplazarlo y llevamos dos años sin medicinas y ahora sin un sistema de distribución de vacunas, encargado, in extremis, al Ejército.
Inexplicablemente, en su momento también negó la importancia de las vacunas, cuando, literalmente, todo el mundo tenía su apuesta en ellas. Está radicalmente enfrentado con buena parte del gabinete y del equipo presidencial. Ante el destape de su viaje a Zipolite, Sheinbaum declaró que ni ella ni su equipo podían tomarse vacaciones en pleno semáforo rojo de la pandemia. La recriminación fue evidente.
No, no hay en el mundo otro como López-Gatell. Por eso se tiene que ir. Información Excelsior.com.mx