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Hace unos días, el presidente declaró que ahora piensa distinto sobre el papel del ejército en las tareas de seguridad pública. En sus palabras —aunque está convencido de que “la paz es fruto de la justicia”— para hacer frente al desastre que dejaron los neoliberales hay que mantener al ejército en las calles: “sí, cambié de opinión ya viendo el problema que me heredaron”, afirmó. Sin embargo, en realidad, siempre ha pensado lo mismo.
En 2006, durante el debate presidencial, declaró que la política de seguridad debía basarse en dos cosas: por un lado, en atender las causas, con la erradicación de la pobreza, del desempleo y de la descomposición familiar; y por el otro, en atender los efectos, con menor corrupción de las policías y con “más facultades al ejército para el combate al crimen organizado”. De igual forma, en el Proyecto Alternativo de Nación de 2004 afirmó que el ejército debía seguir “participando en el combate al narcotráfico”. En su idea original de gobierno siempre fue necesaria la presencia del ejército en tareas de seguridad pública.
Fernando Escalante sostiene la hipótesis de que el régimen de la transición, en aras de propiciar el “correcto” funcionamiento de la democracia, el derecho y el mercado, debilitó al sistema de intermediación del régimen revolucionario, compuesto por sindicatos, asociaciones de campesinos, corporaciones y diversas organizaciones que de alguna forma estaban integradas al aparato estatal y que ofrecían capacidad de gobierno y gestión de la violencia. Su debilitamiento no trajo un mejor funcionamiento moral ni técnico, pero sí dejó a la población a merced de otras organizaciones que lucraban con las necesidades sociales y que ejercían la violencia.
Ante esto —siguiendo a Escalante— el régimen de la transición decidió echar mano de la institución que por excelencia puede reclamar el monopolio de la violencia: el ejército. Con su presencia, según “transitoria”, se pensó que se solucionaría el problema y que se frenaría a las otras agrupaciones que pretendían ordenar la sociedad. Pero no resultó así. La presencia del ejército no fue corta y debilitó a los poderes locales, generó todavía más violencia y no erradicó la necesidad de la existencia de otras organizaciones que de una u otra forma atendieran los problemas comunes.
A López Obrador, como buen político de la transición, le desagradan las intermediaciones políticas, aunque sean estatales, y las ha reducido en lo posible, creyendo que su ausencia puede corregirse con dinero y que con ello cumple su misión de procurar bienestar y justicia. Nada más falso, pues en realidad la gente queda indefensa ante un mercado atravesado por la violencia. En tanto, para procurar “el orden” ha mantenido lo que algunos analistas han definido como “la persistente” militarización, esto es, el aumento gradual de la participación de las fuerzas armadas en las tareas de seguridad pública, sin que se hayan modernizado ni transformado estructuralmente desde hace mucho tiempo. Se trata de un diagnóstico y una implementación política que cualquier fuerza política en 2006 habría aplaudido. Sólo que estamos en 2022 y los resultados han sido terribles por años.
El opositor López Obrador fue capaz de percibir el dolor producto de la violencia y respaldó la demanda de “no a la militarización del país”. Pero en los hechos, sólo aprovechó el descontento y no ha impulsado ninguna política diferente a las de sus antecesores para aliviarlo, por el contrario, ha sido fiel al diagnóstico y a las políticas de la transición. En lo único que sí ha cambiado radicalmente de opinión es en el papel del ejército en las tareas de gobierno. En el Proyecto Alternativo de Nación de 2004 afirmó que “el ejército no debe utilizarse para asumir funciones que competen al gobierno civil o para suplir las incapacidades políticas de los gobernantes”. Hoy los militares construyen aeropuertos y operan con opositores “moralmente derrotados” reformas para extender su presencia en las calles. Información Radio Fórmula