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Sostengo que una de las características del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador es la mala administración del poder, cuestión que puede sonar contradictoria para una conversación pública enmarcada por la narrativa “del presidente más poderoso de la historia”. El poder, en una de sus dimensiones, puede evaluarse por la efectividad de los actores para imponer sus intereses mediante la autoridad, la fuerza, la coerción, la manipulación o la influencia en un campo de acción determinado. En mis siguientes columnas argumentaré que en muchas ocasiones el presidente tomó decisiones que redujeron su capacidad de imposición.
Comenzó su Gobierno con 30 millones de votos; con mayorías en la Cámara de Diputados y en el Senado de la República; con una aprobación cercana al 80 % y con la promesa de transformar por completo al país. Sin embargo, su estrategia fue hacer lo posible para preservar esa legitimidad —en aras de la gobernabilidad— en vez de realizar cambios estructurales; como si la legitimidad fuera un fin en sí mismo y no un medio para movilizar eficazmente recursos políticos y sociales para lograr objetivos.
Por ello, no se enfrentó con la oligarquía y enfocó sus esfuerzos en: 1) acciones simbólicas, (como clausurar la construcción del aeropuerto de Texcoco y la venta del avión presidencial); 2) acciones administrativas (todo el cambio en la administración pública); 3) mejorar la recaudación; 4) aumentar los programas sociales; 5) iniciar con sus proyectos insignia (el Tren Maya y Dos Bocas) y 6) crear la Guardia Nacional.
Pese al crujir de estos cambios, ninguno confrontó de fondo al poder económico, y en los hechos conformó un pacto con éste basado en que impulsaría cualquier reforma siempre y cuando no afectara sus intereses esenciales.
Con el pasar del tiempo la oligarquía mantuvo su poder, y en algunos casos lo aumentó; mientras que el presidente, como suele pasar con todos los gobernantes, aunque se obsesionen con ser legítimos, se debilitó. Así, lo que en la primera mitad del sexenio era un acuerdo (como la reforma de pensiones), en la segunda, ya con el cambio en la correlación de fuerzas en la Cámara de Diputados, y con el debilitamiento de la legitimidad presidencial, terminó en la imposición (ya sea por coerción política, económica o ambas) de los intereses del poder económico (tal y como pasó con la reforma a la Ley Minera).
Con esta primera decisión el presidente limitó su potencial transformador. Información Radio Fórmula