Por: Víctor Beltri
Lunes de quincena, tras un fin de semana muy largo. Cuentas por pagar, gastos familiares, deudas que cubrir. Abre usted el sobre —o revisa su estado de cuenta— y se encuentra con una cantidad mucho menor al sueldo que esperaba, mucho menor al salario que aparece en su contrato. Usted no lo decidió, usted no estuvo de acuerdo: quien lo contrató le explicó, en su momento, que si quería tener trabajo tendría que regresar el diez por ciento de lo que ganara.
Jornadas agotadoras, burocracia inclemente, sueldos de por sí mal pagados que, además, son sometidos a un diezmo feroz que en poco difiere del derecho de piso que se cobra en entidades en las que el crimen organizado no es institucional. Como en Texcoco, donde los servidores públicos fueron obligados a entregar una parte de sus ingresos a una cuenta privada, para el uso discrecional de sus dirigentes. Dinero que entraba sin control, como en Veracruz con la recaudadora de las bolsitas o en la Ciudad de México con las ligas: la constante es la falta de la misma transparencia que se exige, la falta de la legalidad que se reclama. Falta de congruencia total y absoluta.
Todo sea por llegar al poder: quien en algún momento quiso transformar a la sociedad, para que fuera más justa, no ha hecho sino perderse en el laberinto de su propia soberbia. Andrés Manuel López Obrador exige un cambio que no está dispuesto a ofrecer, buscando la culminación de su sueño mientras que se rodea de las figuras más cuestionables para conseguirlo. Los que tiraron el sistema cuando la izquierda pudo haber ganado, los que han traicionado sus propios ideales, los que están dispuestos a someterse a un perdón —con tintes religiosos— con la esperanza de compartir el poder de su reino cuando éste, por fin, sea instaurado.
Andrés Manuel se arroga el derecho de distinguir Dimas de Gestas, en la cruz en la que él mismo se ha montado: el ladrón que pida que le respeten obtendrá un lugar, junto a él, en el paraíso. Andrés Manuel perdona a los arrepentidos cuando se muestran dispuestos a abandonarlo todo, y seguirlo incondicionalmente: quienes han representado la caída de Damasco en el camino a Macuspana, como Miguel Barbosa, lo saben de sobra; al César lo que es del César, y a Morena —por supuesto— los diezmos. Los recaudadores pasarán, inflexibles, sobre las nóminas, los contratos y las licitaciones: la maquinaria necesita seguir andando para cumplir con la obsesión del Amado Líder, y hay que alimentarla puntualmente.
Puntualmente, cada quincena. Diez por ciento. Como los burócratas de Texcoco hasta la fecha y, de manera presumible, como lo harían los servidores públicos del Estado de México entero, si las prácticas de corrupción comprobadas de la maestra que pretende regir la entidad se generalizan. Así, la pregunta que cualquier funcionario de la administración mexiquense —y de la administración pública federal— debería de plantearse, va más allá de un simple cambio de color en los palacios de gobierno: una administración de Morena, en los hechos y con las prácticas que han sido comprobadas, representaría una disminución en el salario de los servidores públicos de al menos 10%, como ha sucedido en las administraciones a cargo de la maestra que ahora, en el momento en que ha mostrado las debilidades de su campaña —tras el ultimátum de la semana pasada desdeñado por la izquierda— se rodea de sus aliados naturales en el ámbito magisterial. Vaya con quienes quieren deshacerse de la mafia en el poder.
La cuestión es muy sencilla: quien quiere ser gobernadora del Estado de México tiene la costumbre, apoyada por quien quiere ser Presidente de la República, de descontar el 10% del salario de los servidores públicos para sus propios fines y sin rendir cuentas. Quien quiera regalarle su dinero, durante los siguientes e inciertos años al Mesías Tropical, tendrá la boleta enfrente para conseguirlo. Diez por ciento menos. Es lunes de quincena, piénselo. Información Excelsior.com.mx