Por José Elías Romero Apis
Al igual que como sucede con las personas, muchas naciones han gozado del boom repentino de la prosperidad, así como han sufrido del crac imprevisto de la adversidad. Algunas de ellas no han sabido qué hacer con su nueva riqueza y, otras más, no han sabido qué hacer con su nueva pobreza.
La historia nos da cuenta de que algunos países utilizaron su riqueza para generar prosperidad, empleo, salud, educación y bienestar. Otros, por el contrario, utilizaron su opulencia para provocar guerras, para derruir su moral o para sojuzgar a otros.
Lo mismo ha sucedido con la debacle. Algunos países utilizaron su pobreza para instalarse en el esfuerzo, en la convivencia y en la paz. Otros, por el contrario, se han hundido en el pozo de la desesperanza, de la desesperación y del despeñadero.
México y los mexicanos hemos transitado en los dos caminos. Pero, curiosamente, nuestro viaje ha sido paradójico. De manera muy esquemática, podemos dividir casi un siglo mexicano en dos grandes etapas económicas.
Una de ellas, cuando fuimos un país pobre con un gobierno rico. La siguiente, cuando nos convertimos en un país rico con un gobierno pobre. No registro alguna etapa en la que todos hayamos sido ricos o todos hayamos sido pobres.
El México posrevolucionario, hasta los años 70, tuvo un gobierno dueño de casi toda la economía. Del petróleo y otros hidrocarburos. De la electricidad, de la telefonía, de los ferrocarriles, de las carreteras, de los puertos, de los aeropuertos y de los alimentos básicos. Del sistema educativo y del sistema de salud. De los más importantes bancos, mineras, hoteles, fertilizadoras, aseguradoras, almacenadoras, aerolíneas y mil cosas más. Fue dueño hasta de cabarets y bicicleteras.
Era el principal contribuyente, proveedor, adquiriente, cuentahabiente, inversionista y patrón. Casi 2,000 empresas formaban su patrimonio. Su presupuesto se alimentaba, en gran medida, del producto de sus empresas, comenzando por la petrolera.
Los números de la macroeconomía estaban en sus manos. La inflación dependía de que subiera o mantuviera sus precios. La inversión dependía de que aumentara o estancara sus proyectos. Los salarios dependían de su voluntad patronal. La liquidez y el circulante dependían de su volumen y velocidad de gasto.
Fueron 40 años deliciosos del “milagro mexicano”. A veces, con excesos que no resistirían un examen económico. Salud gratuita para todo el que quisiera. Educación gratuita para todo el que quisiera. Seguros gratuitos desde para los burócratas hasta para los campesinos. Subsidios, vivienda y créditos casi sin medida, casi sin intereses, casi sin garantías, casi sin plazos y casi sin redención.
Pero, como a los nuevos ricos, nos llegó la mala hora de pagar nuestros excesos. Nuestra economía creció y eso fue bueno. Hasta nos convertimos en la 12a economía del planeta. Pero nuestro gobierno empobreció. Se endeudó hasta lo indecible. Hoy, apenas le alcanza para ir pagando. Sus miles de empresas fueron vendidas o rematadas. Su petrolera está quebrada y ya no le da, sino le cuesta. Sus burócratas cada día ganan menos. Sus escuelas y hospitales hoy viven en el “quinto patio”. Sus inversiones son ínfimas. Y su influencia es nula en el control de la economía.
Ahora la pregunta sería lo que debemos hacer cuando atravesamos por el desierto de la nueva pobreza, empezada ya hace algunas décadas. Reconstruirnos como Alemania, Japón, Inglaterra, Italia, Francia, China, las Coreas y otras regiones. O darnos por perdidos sin solución, sin sanación y sin salvación.
Es todo un tesoro saber qué hacer con nuestros bienes y con nuestros males. No sólo incide en lo dinerario, sino también en otras fortunas. Hay liberales que no saben qué hacer con su nueva libertad. Hay demócratas que no saben qué hacer con su nueva democracia. Hay justicieros, legalistas y soberanistas que no saben qué hacer con su nueva justicia, con su nueva ley y con su nueva soberanía. Y hay conquistadores que no saben qué hacer con su nuevo imperio. Información Excelsior.com.mx