Por Jorge Fernández Menéndez
Permítame comenzar con una historia personal. Un 7 de noviembre, un día como hoy, pero de 1977, llegué a una pequeña ciudad sueca, Växjo, como asilado político. Era un joven, casi adolescente, dirigente estudiantil con algunos libros en la cabeza, pero desorientado y destrozado por las consecuencias de la represión de la dictadura militar argentina.
Unos pocos años después, el 5 de febrero de 1980, un viaje que, pensé, sería de apenas quince días a México, me cambió la vida. México me dio en unos días todo lo que mi país de origen me había quitado: amistad, cobijo, perspectivas de futuro, sentido de vida, familia, estudio, profesión y, sobre todo, una calidez humana inigualable.
En pocas semanas lo hice mío, nunca regresé a la querida y solidaria Suecia ni a recoger mis cosas. Fue la mejor decisión de mi vida. Me convertí en unos años en un mexicano por naturalización, pero mucho más importante fue convertirme en un mexicano de corazón.
Y he conocido miles, no es exageración, que han vivido lo mismo al llegar, ellos o sus padres, a México. Nadie puede decir que el nuestro es un país que rechace a los migrantes. Es un país que puede ser difícil, con algunos sectores o grupos xenófobos más por tradición que por convicción, en el que el secreto pasa por ser parte.
Como en casi todas las naciones y sociedades se debe asumir el serlo, el compartirlo, el vivirlo como propio. O como decía la gran Chavela Vargas cuando le reclamaban el haber nacido en Costa Rica: “Los mexicanos somos tan chingones que nacemos donde se nos da la gana”. Lo comparto.
Todo esto viene a cuento porque estuve en Chiapas reporteando la caravana migrante, me tocó ver el rostro más descarnado de la migración contemporánea: los que vienen en esos éxodos desde Honduras, Guatemala, El Salvador, suelen ser los más pobres de los pobres, los que huyen simplemente del hambre.
Poco tienen que ver con las migraciones de los republicanos españoles de los años treinta, de los que salieron huyendo de la segunda Guerra Mundial, la de los exiliados de Centro y Sudamérica, ni siquiera con los refugiados guatemaltecos que huían de la Guerra Civil de su país en los 80 y que se asentaron en campamentos en la frontera esperando regresar a sus hogares. La de ahora es la migración de la miseria, la desesperación y también, lamentablemente, de la manipulación.
Cuando veíamos los enfrentamientos en el puente de Ciudad Hidalgo que une Guatemala con México, sobre el río Suchiate, con grupos que arrojaban piedras y bombas molotov, se comprendía inmediatamente que esos no eran migrantes, sino provocadores. La gente en esa zona de la frontera, como lo había hecho yo un par de días antes para mostrarlo en el programa Todo personal, cruza en balsas armadas con maderas y llantas o simplemente, si el río lo permite, caminando.
Y cuando uno se adentra en la frontera no existe ni una línea definida de dónde comienza o termina un país. Quien haya llegado alguna vez, no es la mejor experiencia turística, por ejemplo, por Benemérito de las Américas (los lugareños la llaman Matamerito de las Américas por el grado de violencia de la zona) junto al Usumacinta, en la Selva Lacandona, puede comprobar cómo, literalmente, por allí pasan, en un sentido u el otro, desde personas hasta todo tipo de mercancías legales e ilegales. La frontera no existe.
Tendría que existir. No para cerrar un país, sino para tener un control de quiénes llegan, quiénes son y qué quieren, es un tema de seguridad nacional básica, pero también sirve para poder ayudar con eficiencia a quien lo requiera. Si el plan que plantea la próxima administración para todo el sur del país se concreta, no dudemos de que tendremos una fuerte migración de las naciones más pobres de Centroamérica y, por ende, se debe tener un control mínimo sobre esos movimientos humanos. Si se construye el corredor transístmico entre Salina Cruz y Coatzacoalcos, esa carretera y línea de ferrocarril se convertirán en una suerte de frontera física mucho más sólida que los ríos Suchiate, Usumacinta y Hondo, que conforman nuestra frontera sur. Pero entonces se quedarán más migrantes, sobre todo en Chiapas
Porque como ocurrirá con esta caravana (sobredimensionada con toda intencionalidad por Donald Trump para buscar en las elecciones de ayer el voto del miedo) la enorme mayoría de los migrantes no llegarán a Estados Unidos y los pocos que lo hagan no podrán ingresar a ese país. Tampoco querrán regresar a sus países de origen donde muchos no tienen nada y nada los espera, más que miseria e inseguridad.
Hay que atender a los miles migrantes que llegaron en estos días a la Ciudad de México y a los muchos que deambulan tratando de llegar al norte por toda la República Mexicana, pero hay que tener una política de migración seria, de fondo, que incluya desde la atención humanitaria hasta el establecimiento de fronteras seguras y con controles reales, sobre todo en el sur. Podemos y debemos tener apertura hacia esa migración que huye del hambre y la inseguridad porque México siempre ha sido una nación en ese sentido abierta al mundo. Pero también debemos darle a esa política una dimensión económica, humana y de seguridad nacional de la que hoy carecemos como país y como sociedad. Información Excelsior.com.mx